sábado, 17 de octubre de 2020

EL DESGUACE

 EL DESGUACE

No hace mucho me telefoneó una amiga a la que hace tiempo que no veo y conversamos sobre las costumbres que vamos adquiriendo a partir de los cincuenta. Me proponía un reencuentro, hacer unas risas y asomarnos al mundo que nos rodea. Cada vez salgo menos, le decía yo, creo que esto de salir de noche es inversamente proporcional a lo que saliste de joven, y yo, la verdad, no es que saliera, es que no entraba. Traté de disuadirla. Querida,  mi silueta ya no lleva bien camuflarse en el desfile de sombras justo antes que salga el sol y en mi mesilla lo imprescindible empieza a ser el vaso de agua.

Ella me entendía y se reía de mis conclusiones, se mostraba contraria a mi parecer, le gusta salir, bailar y disfrutar de los encuentros en las barras de bar, intercambiar frivolidad por compañía rápida y no demasiado comprometida. No recojo más que mentiras pero el alcohol me ayuda a volver a casa con algo que tirar a la basura sin remordimientos, me decía.  Salí poco cuando era jovencita, durante mis veinte años construí un castillo de naipes con el palo de corazones, pero años más tarde me sorprendió una ventisca de infidelidad que derramó todo por el suelo y cambié mi ingenua baraja por una minifalda con tablas. Desde entonces, no ha habido por quien mereciera la pena estrenar un nuevo tapete y ahora en los cincuenta me conformo con que nadie se incorpore a mi común denominador y devalúe los enteros que me quedan.   

Como nos habíamos prometido mutuamente volver a vernos,  propuso que fuéramos una noche a un local de Torrelavega en el que, según ella,  debía de haber mucho ambiente. Su risa acariciaba suavemente el altavoz, percibía que se movía por la casa tanteando cosas por aquí y por allá mientras me confiaba esperpentos que le habían ocurrido en aquel garito. Me contaba que los hombres nunca tienen en cuenta la precariedad de los ajuares de la Cenicienta y de noche no ven más allá de los focos de su coche fantástico, que normalmente vibra como una cafetera olvidada en el fuego. El truco está en que dejes siempre el local cuando aún quede gente que revise con su mirada el relieve de tu espalda y que jamás adviertan que te duelen los pies, decía con una picardía inigualable. El local propuesto se llamaba “El Desguace” y francamente,  no hice nada por aceptar una proposición tan sugerente. Tal y cómo me encontraba en esos momentos sospeché que pudieran ofrecerme el puesto de relaciones públicas. Desistí por completo y lo dejamos para otra ocasión.

Sin embargo aquella noche y aunque fuera de otra manera, le dediqué mi tiempo. Recordé con mucho afecto el día que la conocí años atrás en el revistero de un aeropuerto. Descubrí su rostro al otro lado de un estante, apareció detrás del último número que quedaba de National Geographic. La observé durante un rato, sus compras tenían la misma coherencia que haber elegido a ciegas en una chatarrería  las piezas para componer la turbina con la que quisieras sobrevolar el Pacífico. Su esbelta silueta sorteaba los pasillos y bancadas como quien recorriera el paseo marítimo una tarde de gaviotas elevada en su emoción por un resplandor lejano y accesible. En su billete y en su vida, pensé, tienen más peso el destino y sus amigos que su origen y su cuna. Y como de vez en cuando funciona, entablamos conversación, nos vimos varias veces  y llegó el día de ese viaje pero nunca alcanzamos las indias. Bastaron dos años para llegar a compartir la carcajada vertiginosa de vernos caer al vacío en mitad del océano, sin más  combustible para continuar ni más tiempo que el necesario para decidir amerizar sin causarnos daños irreversibles. Quedó una amistad perpetua, como un río lento al que de vez en cuando regresamos y nos acaricia la nuca y los tobillos.  

En alguna otra ocasión solía llamarme para que la acompañara a comprarse ropa. Decía que yo tenía la paciencia y el humor que ningún otro hombre había tenido con ella en un probador. Probablemente fuera verdad. Era una mujer muy atractiva pero apenas sabía que combinar el tono del bolso con el calzado es lo imprescindible. Cuando entraba en las tiendas de moda se quedaba en blanco, iba poniendo a prueba su identidad frente a los espejos colocando vestidos y tops sobre su silueta mientras me dirigía miradas de auxilio. Mira, decía, ¡parece que jugamos a recortables! En realidad, parecía que se probaba las prendas pensando en si lo aprobarían terceras personas. Nunca quise hablarle de aquello, su estado de ánimo era tan vulnerable como el peinado de un campo de cebada.  Mientras tanto, me hablaba de que sus armarios estaban llenos de ropa pero que nunca encontraba nada que ponerse. Yo esperaba un rato prudencial y después me deslizaba dentro de su  probador y le retocaba las prendas, el trasero y su estima. Pero nada nos convencía, no era el sitio. Ese cuerpo hay que envolverlo con pétalos querida, y jamás los encontrarás en una boutique que se llame “El apaño”,  le dije aquella vez. La saqué de allí y ya en otras tiendas, en otras calles, en comercios pequeños y encantadores conseguimos que la trucada magia de los espejos comerciales convocara una sonrisa bajo aquellos ojos tan inseguros de sí mismos. Le gustaba que la desafiara con una talla menor o un color más acorde con sus ojos, con su pelo.  ¡Joder, cómo te queda! ¿Lo estrenamos aquí mismo? Le decía a voz en grito.  Nos reíamos con avaricia y de pronto surgía como de la nada un torbellino perpendicular y luminoso que convertía en alta costura todo aquel muestrario que yacía inabordable alrededor de sus piernas desnudas.   

Después de aquello, un día me llamó para compartir un desayuno y confidencias. Un tipo que había quedado con ella le dejó caer que aquella noche lucía un conjunto precioso. Hubiera sido una velada perfecta Juan, si no llega a ser porque al despedirse de madrugada descargó un apresurado cumplido sobre mi pintalabios y descubrí que ese hombre era daltónico.

Me reconfortó comprobar que sus carcajadas sobrepasaban cualquier abatimiento. Después caminamos juntos durante un espacio de tiempo indefinido antes que nuestras agendas nos separaran de nuevo. Aquel paseo fue también un retorno a ese paraíso perdido que había sido el colofón del siglo XX y que habíamos compartido alguna vez, como compartimos también dos cafés y los números de teléfono aquella madrugada en el aeropuerto.

Juan Bosco García Lozano   Octubre, 2020


jueves, 8 de octubre de 2020

LA EMISORA RUSA

LA EMISORA RUSA 

Dicen en la radio que una emisora rusa lleva más de treinta años emitiendo ruidos misteriosos desde algún lugar remoto. Son ya unos treinta y cinco años emitiendo un sonido monótono durante veinticuatro horas al día y al parecer, de vez en cuando, una o dos veces por semana, una voz de hombre o mujer difunden unas palabras así como “bote inflable” o “especialista en agricultura” y eso es todo lo que emite. Confieso que he pasado varios días pensando en ello, me he llevado el asunto a mis paseos por la playa, lo he tratado de visualizar mientras preparaba un sukalki e incluso me he acostado con él como si lo hiciera en el sillón del psicoanalista. ¿Es una soberbia estupidez o el extraordinario ejercicio de una nueva corriente humanista? ¿Serán ecos de especímenes humanos buscando un futuro, un empleo? Los soportes de la nueva conciencia planetaria no me aportan solidez en mis conclusiones así que mantengo la duda pero la traigo conmigo a este blog y a ver qué pasa. Hoy me he sorprendido ejercitando mi cuello con una perplejidad gallinácea frente al café de la mañana, de pronto han confirmado el aumento de audiencia de tal emisora.  

En mi vagabundez de alborada, he llegado a la conclusión de que por algún lugar del espacio también deben de estar viajando, desde hace unos cuantos años, alguna de mis voces. Por ejemplo… ¡Que te levantes! o ¿has hecho ya los ejercicios? Me pasé varios años emitiendo yo también esas señales acústicas por los pasillos de mi casa cuando mis hijos eran aún adolescentes. Respondían, con ese retardo tan típico de la distancia generacional, con un “en cero coma” o “Ahora voy”. Supongo que todo ello estará flotando en la estratosfera como testimonio de los logros de la conocida era de la comunicación.

El caso es que he buscado ayuda. Busqué profesionales del gremio, a bajo presupuesto que es lo que se lleva, y di con un tipo que era “Técnico en Radioprotección”. Me puse en contacto con él no sin antes preparar un poco el encuentro. Repasé en Youtube varios tutoriales de la comunicación a través de las ondas sobre cómo montar estaciones de alta y baja frecuencia suponiendo que al invertirlos conseguiría comprender cómo se desmontan. Una vez me sentí capaz de mantener la entrevista, me cité con él en una cafetería del extrarradio. Le convidé a un té y comencé a exponer mi preocupación por aquella emisora fantasma y el significado que pudiera tener para la humanidad. Tal vez un nuevo Banksy de las ondas, le dejé caer mientras daba un sorbo ciego a su taza. El tipo me escuchaba pacientemente, de vez en cuando afirmaba ligeramente con su cabeza y desviaba la mirada hacia la tostada con mermelada de la señora de la mesa de al lado.  

Mire, en realidad mi especialidad consiste en asegurarme de cerrar bien la puerta cuando el paciente ha entrado en la sala de rayos -dijo con desgana-  y no va mucho más allá de comprobar que los rostros de la sala de espera se ven libres de mutaciones. Creo que no podré ayudarle en su investigación. El radiólogo no me cede más competencias, ¿me comprende? Gracias por el té, me llevo la galleta.

Me acuesto cada noche con la incógnita de la emisora rusa. He probado a forzar los límites de la rueda del dial, a hacer psicofonías de emisoras que solo emiten pitidos y chasquidos pero no me encuentro, de momento no hay ni rastro de mis voces del pasado. Me rodea una moderada sensación de ansiedad, como si me enterraran vivo. Y sin embargo, muy a menudo me saca de ese espectro  una llamada desvelada, de alguien que está liberando espacios en su ropero para las nuevas ilusiones y quiere saber si he tomado ya el lormetazepam. Me envuelve un “que descanses” en el río inagotable de la tranquilidad de su conversación y entonces una onda  invisible de galenas y pensamientos va de mi casa a la suya y dejamos las cosas ahí, donde deben estar para otro día. 

Juan Bosco García Lozano

martes, 5 de mayo de 2020

DETRÁS DE LAS COSAS


DETRÁS DE LAS COSAS


María permanecía junto a la cama de uno de los recién ingresados en la unidad de cuidados intensivos del hospital general. Su mirada verificaba cuidadosamente los monitores y el paso del suero de la vía aplicada a la vez que posaba sus manos sobre él, como si quisiera irradiar sobre su paciente el calor y las primeras luces de los hogares que comenzaban a despertar.

Cuando llegó al clínico por primera vez, la recepción y los pasillos le parecieron mucho más espaciosos, estaban despejados. Las conversaciones con sus compañeras eran pausadas y confidenciales, envueltas en ocasiones por los ligeros nervios de sus primeras intervenciones. Sin embargo, ahora las camillas se amontonaban por doquier y los pasos eran acelerados, a menudo frenéticos. Todo parecía hacerse más estrecho y sofocante. Le costaba creer que el tiempo hubiera traído semejantes estragos no solo a su desempeño como enfermera, sino también al mundo. Una terrible pandemia parecía asolar la población y desbordaba los hospitales sometiéndolos cada día a un reto humano y científico cada vez más insoportable.

Llegado el anochecer se retiraba a su casa tras unos turnos interminables. Tomaba una ducha en la que no despegaba las manos de su cara y las lágrimas de dolor recorrían su cuerpo sin cesar.
 -¡Tengo que poder!, sofocaba sola e invisible.

Muchos años atrás,  María había encontrado un pájaro malherido sobre la arena de la playa donde transcurrían los veranos de su infancia. El pobre animal se encontraba extenuado por sus continuos intentos de emprender el vuelo.  Lo tomó en sus manos y quedó invadida de tristeza al advertir su ala dislocada. Ni entre sus manos ni en el borroso horizonte de lágrimas encontraba consuelo posible. Se arrodilló sobre la arena y lo posó sobre los pliegues de su falda. Un señor se acercó de pronto con una sonrisa en sus ojos.  Se interesó por el estado de la niña y del pequeño animal acurrucado en su regazo. La consoló, tomó el pajarillo con cuidado y pareció tranquilizarlo. Ella creyó ver un nido entre sus dedos, como un refugio que hubiera pertenecido ya a otra especie. El hombre tanteó las alas suavemente, peinó sus plumas y recompuso el orden natural de sus frágiles huesos. El pajarillo pareció aliviarse.

-          Es un canario macho, les gusta mucho cantar y llegará a recuperarse. Dijo el hombre amablemente.

A María le parecieron unas manos que ya supieran de cuidados y delicadeza, por un momento sintió el deseo de tener el mismo talento. Asombrada, advirtió una terrible cicatriz que nacía en su muñeca y atravesaba la palma de su mano. ¿Qué le habría ocurrido para portar semejante herida? El hombre, ya acostumbrado a ello, ignoró su gesto y la aconsejó sobre cómo cuidar al pajarillo. Antes de separarse, María escuchó la llamada de sus padres acercándose y preguntó al hombre cómo se llamaba. Él contestó, Matías. Los presentó cargada de emoción y se alejó de él contándoles lo ocurrido.

En los días posteriores, se vieron varias veces más junto a la playa. Aquél señor seguía interesándose por el progreso del pájaro mientras continuaba dándole las pautas para su recuperación y afianzaba una bonita amistad con la familia. En una ocasión, le proveyó de una pequeña jaula que parecía haber sido usada con anterioridad. La  puertecilla estaba abierta y bloqueada y en sus alambres el hombre había dispuesto un pequeño bebedero y un depósito para la comida. Le pidió que lo mantuviera allí y que le proporcionara agua, sol, cáñamo, alpiste y de vez en cuando una hojita de lechuga fresca. También le entregó un pequeño paquete con las provisiones que más tarde resultó ser increíblemente providencial. La condición para que todo funcionara fue que le dejara siempre la libertad de marcharse. Ella comprendió entonces que la jaula tuviera la puerta inutilizada aunque por un instante temió que pudiera perderlo de vista.

El pájaro sanó y permaneció junto a ella durante años, dejando la jaula y regresando a ella a su libre albedrío. En el transcurso de la curación del pajarillo, Matías le había dicho que si algún día no regresara no debería sentirse mal porque el pájaro se lo agradecería y la observaría siempre desde algún lugar de la naturaleza. Ella se sintió satisfecha y observaba cómo sus días pasaban más seguros y alegres desde que había comenzado a cuidar del pequeño animal, en cierto modo su vida había alcanzado una dimensión desconocida. El pájaro volvió siempre junto a ella y con el tiempo los encuentros con Matías quedaron en recuerdo; pues le anunció que su labor en el pueblo había concluido y no volvieron a verse nunca más.

Una mañana, muchos años después, cuando todo aquello era una bella memoria que había despertado su voluntad de dedicar su profesión a ayudar a los demás, María se incorporaba al trabajo y recibió un aviso de su supervisora. Aquella madrugada se habían producido de nuevo numerosos ingresos y debería dedicarse a una sección de los cuidados intensivos en la que se encontraban las personas de mayor edad. María repasó el parte del turno de noche y comenzó su rueda de pacientes. Se detuvo junto a la cama de uno de los recién incorporados, parecía haberse agitado durante la noche y procedió a cambiar el apósito de la vía. Le tomó de la mano un momento como solía hacer con cada uno de ellos para añadir un matiz que más allá de los tratamientos resultaba enormemente terapéutico. Quedó paralizada. En el envés de su mano derecha distinguió el curso de una cicatriz ya fibrosa y envejecida que partía  en dos la epidermis desde su antebrazo hasta perderse entre sus dedos.  María cerró sus ojos y se aferró a la mano de Matías. Percibió el sonido sordo de un alborotado plumaje a su alrededor, inclinó ligeramente su rostro sobre él y volvió a ver reverberar el sol sobre la infinita playa de su infancia.
Juan Bosco García Lozano
Sesenta y dos de Marzo de 2020

martes, 4 de febrero de 2020

EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE


EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE


Me pregunto por qué al hombre del tiempo le dejan tan poco de lo suyo. Ocurre que cuando le veo dar el parte a semejante velocidad cojo instintivamente el teléfono por si tengo que marcar el 112 para solicitarle asistencia de reanimación. Son minutos muy estresantes, da la sensación de que se le escapa el metro y en la penumbra del estudio le esperan su mujer y sus hijos para volver a casa. Además, me pone un poco nervioso porque a pesar de ser muy amable y considerado a la hora de repartir las temperaturas bajo cero en una España hoy en día tan reaccionaria, le queda muy justa la chaqueta y da la impresión de que le falta el aire también. Debe ser que en su contrato de trabajo el ajuste contempla todos los ámbitos de su actividad. También hay una mujer del tiempo, no recuerdo bien en qué cadena, que parece moverse por el plató llevada por algún viento sobre su melena, hacia donde va su melena allá va ella cándida y predispuesta como una planta rodante del desierto. Me hace mucha gracia verla tan sujeta a su figura, tan entregada a su trabajo y erguida ante la crueldad de las imágenes que en televisión convierten cualquier kilo extra en una riñonera. Sospecho que en ocasiones, y por aquello del rigor de las audiencias del medio, más que bien arreglada la presentadora accede a comparecer envasada al vacío.  En definitiva siempre me ha parecido que el parte meteorológico se incrusta en el final de los informativos como medida de distracción hacia los espectadores por los desastres detallados en las secciones anteriores. Nos cambian el objeto del pensamiento como el trilero mueve la bolita de un cubilete a otro sin que nos demos cuenta.
Yo de pequeño, es decir, cuando comencé a ser niño, quería ser astronauta. Más que una vocación era en realidad una lucha interna por ser cualquier cosa que no fuera yo y sobre todo que llevara casco y visor burbuja. Había días que quería alcanzar diez profesiones distintas y cuando llegaba la noche me acostaba con un agotamiento tal que  ponía la cabeza sobre la almohada deseando que se convirtiera en un borrador. Un tiempo después supe que también había otros caminos llamados vocación y me liberé en gran medida de esos primigenios episodios de estrés. Total que aquel día quería ser astronauta, y aunque mi imaginación y anhelos por aventuras y viajes se ajustaban perfectamente al curriculum necesario para el puesto tenía un problema, o mejor dicho, me sobraban los problemas. El caso es que del libro de matemáticas me estorbaba lo negro. El mundo de las matemáticas marcó verdaderamente un antes y un después en mi vida. Todo fue bien, más o menos, hasta que llegaron el álgebra y los logaritmos. ¿Cómo entender que una variable estaba en función de otra? Por momentos creí que se trataba de un complot a mi inteligencia y lo atribuí a un plan oculto para ir descartando individuos que osaran solicitar plaza en la escuela de ingenieros. Allí perdí el control de mis estudios a la vez que me refugié en las letras que al fin y al cabo admitían varias interpretaciones y si eras lo suficientemente original en tus comentarios de texto podías llegar a salvar un examen. 
En una ocasión, durante el bachillerato, me tocó un texto de Schopenhauer, yo andaba un poco perdido en aquel momento por cuestiones que ya contaré en otra ocasión y no llevaba bien preparado al alemán. Afortunadamente deduje de su texto un pesimismo visceral hacia todo lo que se movía. Dediqué unos minutos a tragar toda la saliva que pude y me zambullí en el comentario. Relacioné el texto del filósofo con la imprevista experiencia que había vivido la tarde anterior cuando bajé al Casco Viejo a comprarme unas zapatillas para gimnasia y me vi envuelto en un brutal enfrentamiento entre la policía nacional y los cándidos manifestantes que formaban parte del mobiliario urbano de la villa durante aquellos años. El Arenal era como una galería de  lienzos de Ferrer-Dalmau durante aquellas contiendas. Nunca llegué a la zapatería Urra donde me aguardaban mis flamantes zapatillas Paredes,  pero horas más tarde me encontraba refugiado en un bar de Barrenkalle escuchando el último disco de Kortatu, muy edificante por cierto,  y me flanqueaban dos amigas del “Kolectibo Radikal Emakume Askeak”, algo así como el Colectivo Radical de las Mujeres Libres. Lo pasamos en grande, cuanto más me solidarizaba con la causa más tubos de cerveza aparecían a mi alcance. Si bien, yo no dejaba de mantener el gesto de preocupación absoluta por las consignas del “kolectibo”, no fuera que aquello terminara como el rosario de la aurora       -que por cierto nunca he sabido cómo terminó- y con las consignas y las birras fuimos haciendo una ensalada mental en la que cada uno aportaba los din-dan de las campanas que había escuchado alguna vez y a su manera. De la ensalada pasamos al kalimotxo, después arreglamos un poco el consistorio bilbaíno, destituimos  a varios concejales, declaramos gratuitos múltiples servicios públicos e inauguramos nuevos espacios culturales sin olvidar la filosofía del jodido Schopenhauer, a quien dedicamos una plaza con fuente de tres caños dedicados a Kant, Platón y Spinoza. El episodio fue agotador y acabó entrada ya la noche. Al día siguiente me encontré en el patio del colegio excusando mi falta de uniformidad en la hora de gimnasia y rogando que no hubieran vendido el único par del 43 que quedaba en la zapatería.
Aquella vivencia le quedaba al comentario de texto como la camiseta del Athletic de Bilbao al apóstol Santiago, pero lo relacioné como pude y expuse el sentimiento pesimista de un joven ciudadano que huye de unos y de otros a través de calles empapadas de golpes y sirenas para acabar solidarizándose con un colectivo marginado a cambio de que le sacien la sed después de las carreras. Debí mostrar tal profundidad en el pesimismo causado por quedarme sin las zapatillas que días después el profesor me llamó a parte y me sugirió que considerara someterme a un  psicoanálisis o hablar con mis padres seriamente sobre mi exposición académica. – Bosco, ¿Progresas adecuadamente o necesitas un psicólogo?, me dejó caer.
Salí del paso diciéndole que en unos días teníamos prevista la visita de un familiar que trabajaba como comentarista del tiempo en una publicación bimensual y que dada su indiscutible amplitud de miras y objetividad para tal cometido se trataba de la persona idónea para reconducir mis tribulaciones entre la filosofía y la meteorología. Fue un buen trato pero de nada sirvió. El siguiente comentario de texto consistió en un pasaje de Valle-Inclán y lo bordé mirando de reojo la costura verde de mis flamantes zapatillas con las que había disfrutado la tarde anterior un maravilloso episodio emocional casi casi extraído de su Sonata de Primavera.
JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

¡TRATA DE ARRANCARLO, JUAN!




¡TRATA DE ARRANCARLO, JUAN!


Este mediodía, en el bar donde acostumbro a reflexionar unos minutos antes de volver a casa, dos tipos hablaban de que por lo visto Carlos Sainz ya había ganado dos o tres veces el Dakar, no se ponían muy de acuerdo. Lo comentaban caña en mano y servilleta al suelo ante un televisor mudo, en un bar invadido de impactos de tazas, platillos y cucharillas  de café y marchandos de todo tipo. Al parecer lo ha logrado conduciendo un Mini, lo cual me ha devuelto una sonrisa íntima y profunda al recordar mis años y aventuras al volante del Mini que tuve la suerte de disfrutar en mi juventud. Yo también lo he ganado, pensé, en alguna o ninguna ocasión. Al fin y al cabo la duda de aquellos tipos se reducía a un trofeo más o menos y la mía también.


Sainz ha ganado su tercer Dakar en Arabia Saudita. Es curioso que se pueda ganar un rallye bajo un topónimo que está a siete mil kilómetros y por el que no se transita. Al parecer el trofeo arrastra ese nombre por el mundo después de tener que abandonarlo por la hostilidad que creaba en los territorios que lo recorría en su origen. Aunque pensándolo bien, este año la Supercopa de España, de fútbol, también se ha celebrado en Arabia Saudita, no sé qué tienen esos pocitos negros que nos vuelven locos, ay! que nos vuelven locos!  Algo se está desfocalizando en el mundo del deporte y en otros mundos también.  Por un momento he imaginado que llevados por este frenesí de traslación se podría celebrar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible en Las Vegas y La Cumbre Internacional de Parrilleros en Etiopía. Esta originalidad no se sabe bien de donde viene pero tal vez de resultados y por mi cuenta voy a comenzar por dar una conferencia sobre astrofísica en la Asociación de Sordomudos de la Serranía de Ronda, al menos lograré la turbia ambición  de ser incuestionable por una vez en la vida.
El caso es que las imágenes del Dakar Rallye 2020 han despertado mi atención y he observado el “Mini” que llevaba el piloto español. Si eso es un Mini al uso y costumbre del ciudadano de a pie, entonces mi automóvil debe ser para ellos un coche de Scalextric. El espíritu del Mini en su época era menudo y discreto, capaz de entrar en cualquier hueco y ser eficaz en el saturado tráfico de las ciudades. Ese monstruo que pilota Sainz es capaz de arrasar un poblado sin inmutarse, va dejando surcos como encías dolorosas allá por donde pasa. Contemplando ese poder sobre ruedas el mismo Atila no hubiese deseado pasar de ser un mero aguador entre los nómadas.

Hay que reconocer que ese rallye debe ser durísimo y que requiere una preparación fuera de lo común para el esfuerzo que supone no ya ganarlo, sino terminarlo de la manera que sea, y por mucho X-raid Mini John Cooper Works Buggy que lleves bajo tu culo la empresa tiene que ser laboriosa. Pero yo también tuve mi rallye con mi modesto Mini 850 y si bien no me hice un Arabia Saudita, en alguna ocasión llevé a mi grupo de rock desde Bilbao a algún pueblo para dar algún concierto. Cinco componentes, una batería, bafles, pedales, micros, guitarras, etc…. daban mucha prestancia metidos en un Mini en aquellos tiempos y si quedaba algún hueco lo llenábamos con humo verde del Rif. Íbamos tan apretados que al bajarnos teníamos que reconocer en voz alta quien era el cantante y quién tocaba el bajo y la batería.  No ganamos nunca un trofeo pero en una ocasión nos pagaron mil pesetas y aprovechando la euforia colectiva apalabramos un contrato para ambientar una boda la semana siguiente en un restaurante de Lujua. Allí continuó nuestro éxito pues el padre de la novia nos invitó a barra libre con tal de tenernos ocupados y dejar de tocar aquella música infernal. Y es que cuando nos contrataron olvidaron comentar los detalles del repertorio y nos arrancamos con una versión de “Smoke on the wáter” de Deep Purple.


Si el Mini de Sainz son trescientos cincuenta caballos galopando sobre cualquier superficie y capaces de volar levantando espectaculares alas de arena y admiración, el mío era el ferrocarril de la Robla con sus vagones cargaditos de carbón y de quimeras, que poco a poco nos llevó a través de un sueño irrepetible al que si no fuera porque le traicionaba el radiador hubiéramos llegado a cumplir el sueño de tocar en el Madison Square Garden. Pero una tarde fallamos a la cita, el termostato del Mini no pudo más y nos dejó tirados subiendo un puerto que le llamaban el de la Chincheta. Mis colegas de la banda me gritaban ¡Trata de arrancarlo Juan, por dios!, ¡Trata de arrancarlo!... y no pude. Allí decidí que mi futuro como batería y chofer había concluido y que me dedicaría a la música de otro modo, dejando de intentar de una vez por todas que en mi carnet de identidad pusiera que había nacido en Memphis.

                                                              JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO        

EL OJO DÍSCOLO



EL OJO DÍSCOLO


Empiezo a creer que tengo un ojo díscolo. No se lleva del todo bien con el resto de órganos de mi cuerpo y se manifiesta a su aire cuando le viene en gana. Observo que de vez en cuando llora solo. Suele hacerlo sobre todo cuando leo acostado sobre la cama. Intento seguir pero mi lacrimal supura una acuosidad cada vez más urticante y al final me tengo que dar por vencido y cerrar el libro. Debe de ser que no le gusta lo que leo o que cree que ya he leído lo suficiente y se rebela para que pase el relevo al sentido del oído y encienda la radio de una vez y lo deje descansar.
Una amiga me sugería la otra tarde que quizá cuando estoy en tendido supino el conducto lacrimal se obstruye de alguna manera y que es por eso que el ojo se seca y protesta al modo de grifo de jardín, que siempre gotean aunque no funcionen. Me dio una segunda opción relacionada con que paso muchas horas frente a pantallas luminosas, que mi ojo bien pudiera tener genética decimonónica y no se adapte a las nuevas tecnologías. -¿Y el otro? Me pregunté.  Yo veo igual por los dos pero pensándolo bien alguna vez he notado que cuando visito un museo y ante ciertas obras clásicas mi rostro se pone instintivamente un poco de lado y parece que ese ojo se interesa más por el lienzo que el otro.  Tal vez sea así pero yo creo que hay alguna razón más y no doy con ella. He probado a cambiar de lecturas, una noche cuando empecé a notar los síntomas cambié de libro rápidamente y traté de sorprenderle con un estudio sobre patologías oftalmológicas pero tampoco dio resultado. No respondió a mi deferencia.  La cosa se puso peor todavía y pensé que le había provocado una mayor irritación por invadir su intimidad. Dejé de leer, apagué la luz y cerré los ojos.  Sentí un alivio casi inmediato y me dejé llevar hacia el sueño por esa suave trenza que van tejiendo las ondas de radio,  mis pensamientos y las estrellas en mi ventana.
El caso es que creo que el ojo en cuestión está estableciendo una alianza con algún otro órgano de mi cuerpo. Hay cosas que me duelen según la hora que sea y otras son dolencias son estacionales. Por ejemplo, me duele la rodilla derecha cuando empieza el invierno y la cadera cuando estamos en verano. El pelo se me cae en octubre y la tensión me sube más en otoño. De jovencito siempre tenía otitis a finales del verano y me daban vahídos exponenciales según se aproximaban los exámenes de junio. Empiezo a creer que hay una correspondencia clandestina entre todas ellas, una especie de complot pluripatológico, y no doy con el factor que las relacione de esa manera. Cuando se lo cuento a mi médico de cabecera me mira como si la cadencia de mis dolencias no hubiera sido observada nunca por la medicina en general y termina la consulta ofreciéndome llamar a un taxi para volver a casa.  -Eres lo que comes, come bien.   Me dice al despedirnos.  Es una frase que he ido encontrando a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y he reflexionado sobre ella dando cuenta de un buen pincho de tortilla o admirando la bellísima estructura vegetal de una coliflor que me disponía a hervir a continuación con agua, un chorrito de aceite de oliva, poca sal y  una pizca de propósito de enmienda.  
En la radio hablan frecuentemente de nutrición y como de momento no se queja ninguno de los dos oídos internos pues la escucho muy a menudo.  Yo pongo mucho interés en lo que escucho, de hecho algunos temas me provocan insomnio intelectual, que es como el normal pero te sientes enriquecido y te importa menos. Sin embargo, a la mañana siguiente no recuerdo casi nada y cuando en estado de semiinconsciencia abro el frigorífico para sacar la leche semidesnatada y observo de reojo la lechuga biológica, esta me parece un mal boceto de un suculento rodaballo salvaje. Hoy todo producto tiene apellido y de esto habla mucho un locutor nutricionista que es muy estricto y según sus directrices debemos controlar todo lo que ingerimos y el modo en que lo cocinamos de un modo extremo.
No siempre estoy de acuerdo con él. Hay que cuidarse pero también debemos disfrutar de algunos platos por el puro placer de lo bien que están preparados y la cohesión que proporcionan en la mesa. Y es que,  ¿a quién le puede sentar mal un buen cocido preparado en su casa? Al fin y al cabo, sus sacramentos son los que han conseguido perdurar por más tiempo en la tradición familiar. De hecho, mi madre ha retirado ya más fotos de boda del salón de su casa que ingredientes de las alubias de Tolosa. – Google me ha sugerido una actualización de mi álbum de fotos. Me dijo recientemente. Y es que ya solo queda un matrimonio en pie y hay recetas que son intocables por la paz y el bien de la familia. Es lo que tienen ochenta y tantos años de sabiduría.
La felicidad compartida en una mesa es tan importante como la dietética y en ocasiones he encontrado trazas de felicidad en las empanadillas de bonito con tomate que encuentro a media tarde en la cocina. No concibo  del todo saludable alimentarse casi a diario de acelgas con brócoli y pan integral, pueden convertir una mesa en un escenario algo triste y compungido en el que todos acaben por aliviar internamente una especie de adulterio alimenticio que como casi todos los adulterios, acaba por llevarte a ninguna parte.
El caso es que es ese ojo precisamente el que se fija en las etiquetas. Lo noto cuando voy al supermercado y ante los pasillos de las tentaciones se me pone la mirada del Dioni. Es como si hubiera un cambio de agujas ante mi voluntad; un carril que va hacia lo sano y natural y otro directo como un expreso hacia los quesos y embutidos. Sufro como un desdoblamiento de personalidad y acabo por compensar el carro de la compra con pecados veniales y queso de Burgos. Es un ojo rebelde este, inadaptado a mis circunstancias. Creo que voy a probar a llevarlo tapado cuando voy a la compra, tal vez así consiga por las noches leer de un tirón todo lo que yo quiera con un ojo díscolo bien descansado.
                                                                            Juan Bosco García Lozano

SIENTE TU HOGAR

SIENTE TU HOGAR


En estos tiempos hacer la compra ha dejado de ser un trabajo doméstico más y ha pasado a ser todo un ejercicio de premeditación y supervivencia. Creo que voy a comenzar a ir al hipermercado con sedantes y un equipo de explorador. Ya no basta con llevar un papelito con la lista de la compra, ahora todo es mucho más complejo y te ves envuelto en una especie de gymcana que pone a prueba tu resistencia y economía al mismo tiempo.
Hace bien poco me tocó cambiar de lavadora, la que tenía comenzaba a despertar interés entre los coleccionistas. Recuerdo alguna madrugada que me iba a leer junto a ella para que se animara a cumplir bien el centrifugado. Era una Corberó del siglo pasado que se movía tanto que alguna vez me la crucé por el pasillo y con los años le cogí incluso algo de afecto. Pero una noche desperté de un sueño en el que aparecía junto a mis hijos en el libro de familia y decidí sustituirla inmediatamente.  
Nunca pensé que pudiera haber tantos modelos de ese electrodoméstico en un centro comercial. Pasé por delante de ellas como quien pasa revista al estado de las filas en un cuartel. Todas con un aspecto formidable, alineadas como para la pasarela Cibeles y con unos diseños tan modernos que solo les faltaba llevar carmín en la boca de carga. Comencé a descartar las de mayor precio y luego me centré en sus cualidades. Ahora las lavadoras llevan en la solapa etiquetas con sus especificaciones como si portaran la condecoración Laureada de San Fernando o El Mérito Civil. Al cabo, necesité asistencia. Alguna de ellas ofrecía como reclamo atribuciones del tipo “Motor digital inverter”, “Ecobubble”, “Addwash” y con función “Smart check” en su “Tambor de diamante”. Quedé estupefacto y comencé a preguntarme si alguna de ellas simplemente lavaba la ropa. Ninguna tenía la etiqueta “Lava la ropa” así que pregunté en el mostrador.  El empleado me habló bien de todas ellas,  -Le darán un buen servicio, aseguraba. Me explicó en cuestión de segundos todas aquellas propiedades, no me dio tiempo a escuchar nada pues parecía que estaba dando un temario ante un tribunal. Inmediatamente se interesó por mi número de cuenta. Desistí de entrar en profundidades y opté por una que cumpliera bien con el lavado y la centrifugación que me tenía muy preocupado. Nunca pensé que la centrifugación de una lavadora me iba a producir tanta incertidumbre y me contuve de preguntar si el aparato acostumbraba a salir de noche o pedir libres los domingos.  Creo que compré bien, la nueva adquisición musita alegremente cuando acaba el programa de lavado y tiene una pantalla muy graciosa que me deja elegir las revoluciones y me ofrece “Cuidado infantil”; una pena que en casa ya no haya niños, tengo verdadera curiosidad por saber en qué consiste esa función.
Aproveché mi visita al gran supermercado para mirar también por una batidora. Cuando las tuve delante observé que estaban todas en promoción 3x2. Me conté los brazos y me pareció una oferta absurda, ¿quién puede necesitar tres batidoras? El caso es que pensando bien la oferta consideré mirar mi agenda de teléfono y llamar a algunos conocidos con la excusa de felicitarles el año nuevo y de paso dejar caer si andaban necesitados de una batidora nueva y así disfrutar juntos de la oferta. Me sentí tan incomprendido que cogí una de esas de toda la vida que ya saben cómo te gusta la mayonesa y empujé mi carro con orgullo hacia adelante. De reojo vi un aspirador robot con “Navegación inteligente” y aceleré el paso como alma que lleva al diablo.
Continué mi travesía por un amplio pasillo plagado de carteles y reclamos que parecían tentáculos de los que resultaba muy difícil escapar. Busqué la perfumería para cumplir con un detalle que tenía pendiente. Una vez allí traté de aligerar la compra y busqué por mi mismo entre cientos de perfumes con nombre de famosos. ¿Será que huelen mejor que el resto de los mortales?, me pregunté. No encontraba el que quería y pregunté por él. Nadie sabía nada de aquel perfume. Las chicas de la sección se miraban entre ellas y me sugirieron que buscara entre los recambios de automóvil. Lo intenté por todos los medios, incluso lo pronuncié con acento francés dando por hecho que esa era la clave del malentendido, pero nada. Debería estar más atento cuando salen los anuncios en televisión y volver sabiendo decir como dios manda “Jadore”.
Arrastré pesaroso el carro y continué. Me di cuenta que tenía tendencia de izquierdas y se dirigía él solo hacia ciertos productos de ese lado del pasillo, pero no quise cambiarlo por otro no vaya a ser que lo que estuviera inclinado fuera el centro comercial entero. Ya me ocurrió una vez con una reclamación en el aeropuerto de Málaga y entonces el contratista de la escalera mecánica que no daba con la avería atribuyó ese defecto a la obra general, -El aeropuerto está torcido- me dijo mientras recogía sus herramientas.  Mi desconocimiento en el cálculo de estructuras me hizo ser prudente en este sentido y seguí tirando del carro con la pesada compra y sus tendencias progresistas.

Una vez alcanzada la zona de los comestibles me dirigí hacia las conservas. Yo sólo quería un poco de bonito en aceite y aquello  fue un nuevo quebradero de cabeza. Nunca pensé que pudiera estar veinte minutos para elegir un frasco de bonito del norte. Nada más entrar en el pasillo de las conservas se me vino encima el expositor de una nueva marca que aseguraba que era un producto “sin mercurio”. Mientras observaba aquellos apetitosos lomos bañados en aceite me preguntaba si acaso todos los demás lo llevaban y me sentía un imbécil por haber estado toda la vida sin fijarme en ese ingrediente letal que llevaba años envenenándome. Ya decía yo…. Me dije a mi mismo al tiempo que por fin esclarecía el motivo de todas mis dolencias articulares. Observé otros frascos tratando de localizar las bolitas de mercurio nadando entre las lascas pero parece que las disimulaban muy bien y comencé a sentir escalofríos. Opté por dejar el frasco para otro día, mi cabeza no daba mucho más de sí. Cogí varias cosas más sin querer leer etiquetas ni saber nada de las ofertas ni si aquello para los espaguetis era tomate o escalibada. Con un último esfuerzo me lancé a encontrar la salida.
La tarde ya se había esfumado y el hipermercado estaba repleto de gente. Observé que muchos vagaban sin llevar ningún producto encima y que otros merendaban clandestinamente en las esquinas. Familias al completo, grupos de escolares, coloquio-presentación del jamón ibérico para extranjeros, encuestas a pie de pescadería, cata de sopa de pez limón con cilantro y máquinas parlantes que te enseñaban a utilizar una bayeta en ocho pasos. En poco tiempo se hizo dificultoso circular con el dichoso carro y el ambiente era irrespirable. Cuando aboné la cuenta la cajera me dijo si quería los puntos para la promoción “Construye tu propio retrete” y creí morir. Decidí dar por terminada la jornada y refugiarme en mi casa, estaba  exhausto. Ya no recordaba ni cuando me entregarían la lavadora ni quise volver a preguntarlo. Subí la compra y me tumbé en el sofá a la espera de que dieran de nuevo el dichoso anuncio del perfume.
                                                                           Juan Bosco García Lozano

miércoles, 15 de enero de 2020

CALLE DESCONOCIDA, JORGE LUIS BORGES


CALLE DESCONOCIDA, JORGE LUIS BORGES

VIAJE, JOAN MARGARIT

VIAJE, JOAN MARGARIT

MALASANGRE, JOAN MANUEL SERRAT

MALASANGRE, JOAN MANUEL SERRAT

VASOS DE SED, JUAN VICENTE PIQUERAS

VASOS DE SED, JUAN VICENTE PIQUERAS

LA LUNA, JAIME SABINES

LA LUNA, JAIME SABINES

MIEDO, RAYMOND CARVER

MIEDO, RAYMOND CARVER

SONETO A CARMELA CONDON, FEDERICO GARCÍA LORCA

SONETO A CARMELA CONDÓN, FEDERICO GARCÍA LORCA

EL AMOR, LOPE DE VEGA

EL AMOR, LOPE DE VEGA

LA PARTÍCULA Y LA MATERIA, JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

LA PARTÍCULA Y LA MATERIA, JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

LA PALABRA, LEÓN FELIPE

LA PALABRA, LEÓN FELIPE

CORRESPONDENCIA SEGÚN BOUDELAIRE, CAVAFIS

CORRESPONDENCIA SEGÚN BOUDELAIRE, CAVAFIS

RETRATO, ANTONIO MACHADO

RETRATO, ANTONIO MACHADO

RECUERDOS, JOSÉ HIERRO

RECUERDOS, JOSÉ HIERRO

LILAS EN UN PRADO NEGRO (FRAGMENTO), JOSÉ LUIS ALVITE

LILAS EN UN PRADO NEGRO (FRAGMENTO), JOSÉ LUIS ALVITE

A UNA TRANSEUNTE, BAUDELAIRE

A UNA TRANSEUNTE, BAUDELAIRE

SONATA DE OTOÑO (FRAGMENTO), VALLE-INCLÁN

SONATA DE OTOÑO (FRAGMENTO), VALLE-INCLÁN

GRÚAS, ANTONIO PRAENA

GRÚAS, ANTONIO PRAENA



ÍTACA, CAVAFIS

ÍTACA, CAVAFIS

CONFESIONES DE UN JOVEN PROBLEMÁTICO, ÁNGEL GONZÁLEZ

CONFESIONES DE UN JOVEN PROBLEMÁTICO, ÁNGEL GONZÁLEZ

HUYE HACIA LOS BOSQUES, ALFONSINA STORNI

HUYE HACIA LOS BOSQUES, ALFONSINA STORNI

EL OLOR DE LA GASOLINA, JUAN JOSÉ MILLÁS

EL OLOR DE LA GASOLINA, JUAN JOSÉ MILLÁS


martes, 14 de enero de 2020

LA TALLA DE MI LEVI´S STRAUSS


LA TALLA DE MI LEVI´S STRAUSS


Voy retornando a mi ser como un suroeste invertido, como esas hojas enloquecidas que van por las aceras, a su merced, buscando simplemente un recodo donde asentarse y esperar que otro viento, que otro sol, que otra luz deslumbre el ocre dorado de lo que fue su existencia.

Voy llegando a un acuerdo con el ser que me habita, como quien pacta con el aguacero qué acera tomar o quien decide aportar una gota de amabilidad en un paso de cebra. Este que soy yo y este otro que también, no hacen otra cosa ya que ofrecerse asiento para conversar.

En la orilla de la playa que frecuento cada día hay una delgada línea que separa la tierra y el mar. Móvil, inquieta y espumosa, me dice cosas diferentes en cada murmullo enrolado de sus olas, y cada día dejo sobre ella un racimo de deseos y cosas para lavar. Cuando amanece paso de nuevo y encuentro sobre su húmeda y áspera lengua de arena y erosión un despliegue infinito de generosidad y códices expuestos al sol como si tal cosa. Me deja nuevos adverbios, derivadas, cálculos de estructuras y pan, para que yo pueda crecer en todas mis dimensiones. Considera este mar que soy un alumno aventajado y a veces tengo que recurrir a las enciclopedias de mis calles, los soles que me broncearon, las aceras recorridas y al cloruro de sodio que algún día escoció mi corazón. Y entonces comprendo, de pronto, que uno a veces se enamora del habitante secreto de la persona que ama, que la persona amada es solamente el vehículo de otras presencias de las que ella ni si quiera es consciente. Entonces se desencadena esa razón, lejana y perpendicular,  de las galernas que de  niño jamás llegaba a comprender.

El caso es que uno tampoco es el hombre que otros creen que le habita. En contraste con este medio tan frívolo y escaparatista, uno se muestra como es y escribe lo que piensa sin tomarlo prestado de cartelitos y reflexiones spam como si tal cosa. Prefiero un vuelo charter a las líneas regulares, éstas alas tercas que no se acostumbran a ver siempre la misma geografía, estos ojos que buscan la desembocadura de los pliegues de tu piel mientras duermes y cambian las capitales, las cordilleras y los nombres de los ríos a su antojo. Es la consecuencia de convivir con un juez justo y severo que recorre mi habitación cuando la noche extiende su capa y las estrellas alumbran pecados y otras cosas de la carne, como decían los curas de mi colegio.

Creo que voy a dar una vuelta. Después de todo a quién le importa la talla de mis Levi´s Strauss.
                                                                               JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

EL COMANDO ESLAVO


EL COMANDO ESLAVO.


A menudo me ocurre que al escuchar ciertos idiomas extranjeros que no comprendo en absoluto trato de adivinar el curso y contenido de la conversación y se despierta en mi un inevitable instinto sospechoso. En realidad esto me sucede cada vez con mayor frecuencia y no sé muy bien si es porque me estoy convirtiendo en un paranoico lingüístico o en un simple suspicaz de tres al cuarto. El caso es que en mi particular cosmogonía llego a la conclusión de que tal vez en el futuro esta costumbre se convierta en materia de estudio y vincule la filología con la psiquiatría. Solo de pensarlo ya me veo sentado en un estrado siendo el objeto de observación de científicos que tratan de resolver este “neotranstorno” para presentárselo prudentemente al mundo exterior y encontrar el modo en que me pueda relacionar con otros individuos semejantes sin alterar la serenidad ajena.

Recuerdo no hace mucho, una tarde en el trabajo del Mercado Gastronómico, que mi nueva vecina del puesto vegano comenzó una conversación con uno de sus jefes. Nos separaba una simple cortina de brezo y parecía tenerlos a mi lado. Ambos hablaban con vehemencia en una lengua indoeuropea que no pude concretar. Me dejé llevar por su fonética y entonación y comencé a componer una historia sobre lo que escuchaba.  En pocos minutos, la dureza de aquel lenguaje me disuadió de la posibilidad de que hablaran de cualquier asunto relacionado con el mundo vegetal  y me trasladó a la inequívoca conclusión de que estaban preparando algún acto de sabotaje con tintes poco menos que terroristas. Por lo que conocía de ellos no eran de sospechar, buena gente trabajadora, inmigrantes con un duro pasado bélico en su infancia y sin más objetivo que vivir en paz en un país que les ofreciera una nueva oportunidad. Sin embargo  y una vez metido en el embrollo, concluí que aquellas miradas y conversaciones tan abruptas no podían desembocar en ninguna otra posibilidad. Mi imaginario íntimo se había puesto en marcha y ya nada podía detenerlo. Por momentos yo mismo trataba de disuadirme con convicciones razonables y evaluando una posible sobreexposición a películas de serie b que había consumido para combatir el insomnio durante las últimas semanas. Mi mente se encontraba en un vaivén de posibilidades que me absorbían por completo.

La cosa se hizo aún más preocupante cuando comencé a escuchar un ruido fortísimo y percutor que provenía del otro lado del brezo. Una máquina infernal se había puesto en marcha y yo ya daba casi todo por perdido. Mi capacidad de desarrollar espontáneamente la clarividencia me bloqueaba al verme inmerso en una acción que se alejaba de mi control. El comando eslavo se había puesto manos a la obra, ya había comenzado las perforaciones y yo era una minúscula presencia que no tardaría en salir volando por los aires.

Opté por consultar el libro de Riesgos Laborales o por preguntar abiertamente, cual héroe profesional, qué era lo que estaba ocurriendo allí al lado. Afortunadamente me decidí por lo segundo. Introduje un dedo entre las hebras del brezo y forcé una pequeña ventanilla desde la que llamé a mi vecina, cuya silueta para entonces vibraba en un rincón atenazando una máquina enloquecida. Le llamé dos o tres veces hasta que pudo escucharme y el estruendo cesó devolviendo al mercado su estado natural. ¿Estás buscando petróleo? – le dije. Juliana, desplegó una amplia sonrisa y comenzó a reírse a carcajadas. Yo también lo hice, sin saber si mi risa provenía del pavor o de mi insensata visión de lo sucedido. – ¡Robot de cocina roto, mi jefe no compra nuevo!

                                                                                    Juan Bosco García Lozano

LAS COPAS, EL ROCK Y EL ROLL

LAS COPAS, EL ROCK Y EL ROLL  


A cierta hora de la noche, como en La Cenicienta, se producen cambios asombrosos en las cualidades del ser humano. Recuerdo cuando frecuentaba la noche, los bares, los pub y algún que otro antro indefinible de cuyo nombre no quiero acordarme…  A partir de las doce de la noche se producía un efecto milagroso, todo era una fantasía colectiva. Al borde de la barra del bar de turno, como si se tratara del confín de los deseos y bajo los efectos de lo que uno llevara encima, cada uno comenzaba a elucubrar con planes deslumbrantes que incluían a todo aquel que se encontrara a su alrededor e incluso a los advenedizos que se hallaran cerca. ¡Tengo una casa en junto al mar!, ¡Nos iremos a esquiar!, ¡Haremos fuego en la chimenea!, ¡mi tío tiene un Land Rover!, y cosas así. Siempre había individuos que prometían planes y repartían invitaciones como si fueran pitanza para los pollos. Los más inocentes ya se veían en situación e iban pidiendo rondas a su cargo para mantener vivo el fuego de las promesas e incorporarse así, fraternal y confiadamente, a las quimeras carbonatadas de los charlatanes. Era como un pequeño mundo, una sociedad mínima, bisoña y fácil de convencer, de carcajada ligera y poco fundamento. Como si todos los vientos del mundo se hallaran entre los vasos de tubo y el porvenir se destilara en aquel alambique de vanidades y alcohol, para luego descender por las cortinas de humo en forma de partículas iluminadas y posarse sobre nuestras coronillas. Las horas se convertían en minutos y las ilusiones eran casi palpables. Uno salía de aquellos locales como si hubiera trasnochado con el mismísimo Gran Gatsby en la convicción de que no importaba volver a casa empapado  y sin un duro en el bolsillo si ya se veía en aquella casa de campo, junto a sus nuevos amigos y esa prima lejana y exuberante de la que hablaba aquel beodo lenguaraz que amagaba con la intención mientras otros ponían la cartera.

Pero ocurría también que después de aquella noche, y a medida que pasaban los días, los protagonistas de la gesta se veían contagiados de una amnesia generalizada y nunca ocurría nada a continuación. Como mucho te reencontrabas con el charlatán en otra barra actualizando las delicias del fin de semana que en breve se celebraría aún más excitante, pues incluía ya dar fuego al almacén de pirotecnia olvidado por su abuelo y ver las estrellas desde un barco con gafas 3d importadas de una base americana. 

Barras de bar, vertederos de amor, cantaba El último de la fila en los bafles. Y en cada víspera y cada bar y cada historia, en aquel teatrillo de marionetas del mundo de las copas y el rock y el roll,  se cumplía la máxima infalible de que después de las doce todo en realidad era mentira. Y allí se iban arremolinando velada tras velada nuevos estrategas de la copa gratis e incautos debutantes en el mundo del alterne. Confieso que en aquél barullo yo llegué a ceder la posición a medida que ganaba en estrategia pues a golpe de desengaños aprendí y seguía tomando copas pero al día siguiente (ni siquiera hoy consigo averiguarlo) no tenía ni la más remota idea de quien las había pagado.

Debo alegrarme de haber vivido aquello en su momento, estas sensaciones y emociones vacuas deben vivirse a tiempo. Decía mi abuela que “a quien de verano veas por Navidad, no le preguntes qué tal le va”. Entretanto hay quien a mi edad aún permanece en esos círculos, atendiendo las monsergas de algún nuevo iluminado al que nunca se le termina el ron cola mientras reparte promesas y tréboles de cuatro hojas a los incautos que lo circundan. Hay quien lleva en sus bolsillos calendarios atrasados e invitaciones caducadas de lugares que ya no existen y quienes a deshoras mendigan la atención de cualquiera a cambio de saquear lo poco que les queda de dignidad.  Y en la resaca matinal se retiran a sus barrios ignorando que en su calle falla alguna baldosa, faltan papeleras y les espera el cruel y deslumbrante interrogatorio de la fría luz del portal y su escalera. Pero suben a tientas a su habitación sin soltar los globos donde habita el helio de sus sueños, burbujas de colores y alamedas por donde entrar gloriosamente en el inexistente pueblo del fantasma que se ha bebido las copas.
                                        
                                                                 JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO       

TODO ROZA


TODO ROZA


Un leve crujido del somier al levantarme esta mañana me ha puesto en guardia desde el primer momento del día. Debería anegar los delatores engranajes de mi somier con líquido lubricante, he barruntado mientras preparaba la fruta y el café que me proporcionan el combustible necesario para arrastrar la mochila del día a día. Nunca he soñado mientras dormía que un día me levantara sin ella, sin embargo lo sueño muchas veces en las horas de vigilia. Pasar de nuevo una jornada sin el peso de lo acumulado y sobre todo, del presente a mis espaldas. La cucharilla del café rozaba en círculos en el fondo de la taza, después mis dedos rozaban las páginas de mi agenda y en el altavoz de la radio de la cocina vibraban las ondas lejanas de una emisora.

Algo más tarde, avanzada ya la mañana, he sentido el doloroso roce del fémur en mi cadera. Por un momento pensé que mi esqueleto se componía de engranajes e hidráulica similares a los del somier levadizo de mi cama y consideré solucionarlo con el mismo lubricante. Debería existir un lubricante para este tipo de dolencias, sería extraordinario. Sin embargo la solución son esos brutales comprimidos que me ha recetado el traumatólogo. Son tan fuertes que sospecho que la compañía de seguros no ha tardado en cruzar sus datos con la farmaceútica y que el próximo recibo de mi seguro de vida será igualmente extraordinario.

Me he dirigido al centro de la ciudad a continuar con esas gestiones que uno no sabe muy bien porqué nunca terminan. Hay asuntos que invariablemente se repiten a diario y da igual si los realizas o no porque siempre tienen la misma frecuencia y aparecen de nuevo como el periódico,  el sol o los interrogantes. Las gestiones menos habituales también tienen su frecuencia, menos aritmética pero acechan de igual modo.  

De vuelta a casa he parado en el supermercado, siempre paro en el supermercado. A veces creo que más por una necesidad lo hago por saber si no he caído en cuenta de ella. Una vez en la cola de la caja he percibido que la cinta transportadora emitía un sonido ácido y perezoso, la goma rozaba por algún lado con los abollados perfiles de acero. Por un momento me he visto engrasándola con el spray lubricante y he recordado mi cadera y el somier. Me he sentido el único ser de la tierra capaz de percibir ese tipo de cosas, como si poseyera una rara sensibilidad mecánica sensible a los sucesos e ingeniería de mi entorno,  el único individuo capaz de pensar cosas así al mismo tiempo que  dudaba si poner un poco de pimentón al potaje de verduras que me disponía a preparar al llegar a casa. En cierto modo, concluí, las verduras tienen las mismas propiedades que el tres en uno.

Entrando en la urbanización, he llegado a la convicción de que el motor de mi automóvil ronca. Alguna de las piezas debe andar algo suelta y lo escucho quejarse de ello. Mi pensamiento se ha enajenado en las bielas y el árbol de levas, todo un mundo de rozamientos que hacen posible y útil su explosión y envejecimiento. No he tardado ni un momento en llegar a la conclusión de que le hace falta un engrase aunque esta vez no he pensado en el spray sino en un baño templado y turbio de aceites sintéticos que hace posible su renovación a la vez que envenenan el entorno.  

Todo roza, rozan los atardeceres en el horizonte, la mochila sobre mis hombros, roza el cuchillo cuando corta el pan, mi mano sobre su corteza, las hojas de afeitar sobre la piel de mi cara y el vaho sobre el espejo donde trato de verme. Roza el viento en los desajustes de mi ventana y roza la voz de mis hijos en la delicada membrana de mi tímpano y sobre el páramo de mi conciencia. Roza lo imprevisto sobre lo establecido, rozan mis zapatos sobre las calles y rozan las yemas de mis dedos sobre el pelo de mi gata cuando trato de conciliar el sueño. Roza la vida sobre el tapete de la incertidumbre de mis despertares y el plumín dorado de mi estilográfica sobre los folios donde uno debe escribir sobre estas cosas, sobre cualquier cosa.  
                                                                                                          Juan Bosco García Lozano

LA PARTÍCULA Y LA MATERIA

LA PARTÍCULA Y LA MATERIA


Siempre que trato de recordar una idea sobre la que quiero escribir, por inmediata o lejana que haya sido, me veo obligado a realizar un ejercicio de ordenación mental que implica un reposo de ideas y acontecimientos similar a la que cualquier marinero realizaría sobre la dársena de su puerto en  la espera de obtener una mayor clemencia, según la escala de Beaufort, sobre el horizonte que le aguarda. Si no fuera por este inevitable umbral, creo que la escritura perdería el vértigo de su iniciación y embrujo, ofreciéndose a sus lectores o transeúntes de la misma forma que se admiraría la belleza de un bosque cruzándolo a través de una autopista que lo parte por la mitad.

Tratando de comprender este ejercicio de recuperar ideas transitorias, en la temeraria intención de convertir lo cotidiano en vestigio, contemplo mis pensamientos como una estratosfera plagada de partículas en movimiento, algo así como uno de aquellos suvenir de infancia que consistían en una bola de cristal que al agitarla producía un efecto de nieve sobre un paisaje determinado e idílico. Una vez reposada esa atmósfera caótica de pensamientos, de pequeñas partículas,  uno recupera sus ideas, las reconoce de nuevo ahí en su lugar, minúsculas y fundamentales como células y las dota de nuevo de membrana, citoplasma y material genético con los que comienzan a relacionarse entre ellas y a fluir como un texto ya inmediato; a la suerte de una meiosis o mitosis espontánea e imparable. Sobre ese texto va dejando su equipaje el autor y usted lo ojea en una red social después,  lo disfruta sentado en el sillón de su casa o le inquieta atrapado entre dos estaciones de metro.

Recuerdo ahora en mi juventud cuando leí a Sábato, su tremendo esfuerzo por empujar con sus textos aquellas locomotoras varadas que éramos los acólitos escritores por iniciar. En “El escritor y sus fantasmas” se esforzaba porque se iluminaran los túneles que indefectiblemente nos llevaran a las vastas extensiones de la creación literaria, espléndidas en luz y manantiales,  y en ocasiones, a las turbias aguas estancadas de la parálisis hacedora que puede atraparnos en un cosmos gélido y remoto de dónde nunca se vuelve como se llegó.  Ambas probabilidades estaban ante nosotros y ambas debíamos recorrer para conocer con rigor y lucidez las posibilidades del hombre ante su destino. // Todo ello está en los libros que nos rodean como espíritus almacenados, como pequeñas cápsulas que nos aguardan sobre los estantes y en las que podemos viajar a otros mundos, otras vidas y otros océanos y culturas. En la complejidad del espacio-tiempo, en el horizonte de sucesos de la literatura están los medios y las claves de nuestra historia, de nuestra identidad. ¿No sienten en su espalda la mirada que proviene de sus lomos cuando les rodean en una estancia? Deslicen su dedo índice sobre la irregular cordillera de sus volúmenes y tiren de uno de ellos hacia ustedes, habrán hallado la forma de viajar en el tiempo a través de los sentidos.  
                                                                                  Juan Bosco García Lozano
                                                                                                                        3 dic 2019    

LA SEGUNDA VENIDA


LA SEGUNDA VENIDA

                                               
A veces pienso, como cristiano de cuna que soy, que si algún día le diera por cumplir a Jesucristo su promesa de la segunda venida lo iba a tener claro.  Sé que no soy original al proponerlo, ya trabajaron sobre esta idea Jardiel Poncela con “La tournée de Dios” y los Monty Python con “La vida de Brian” entre otros. Lo que parece inevitable es que su llegada será inoportuna, sea cuando sea. El ser humano, en su conciencia tangible y productiva, ignora que por muchas estrellas que observe nunca dejará de ser un pequeño provinciano ofuscado en su pálido punto azul del universo. De hecho, estoy seguro de que son ellas las que nos consideran fugaces a nosotros.

He tratado de explicárselo a mi gata, habitual contertulia en mis debates de folio en blanco y zapatillas. Si viniera, mejor no lo haga en patera ni con gran aparato atmosférico como anunció Lucas evangelista; sería su ruina mediática y ocuparía de lleno las dianas implacables de la ecología y medios informativos. Las cumbres occidentales ya no se presiden con crucifijos sino más bien con ventanas emergentes de la bolsa de Nueva York.

Después, en el caso de que se presentara ante nosotros, debería hacerse autónomo y elegir sexo, lo cual, le condena ya a ser un, o una, paracaidista sectario, o sectaria, y con tendencia genérica y empresarial -Hay que ver lo difícil que es esto de escribir en hermafrodita- que sembraría ya la desconfianza, de entrada, en medio planeta. En el mejor de los casos no obtendría gran reconocimiento. En la historia universal ya hemos tenido muchos mesías tardíos y todos se fueron difuminando en afonías geriátricas y su inevitable artrosis intelectual. Serafines y querubines se han ido alternando en este descenso a lo terrenal y han sido recibidos con aparatosos signos de fraternidad indicándoles el camino de regreso a ese nirvana que siempre puede esperar.

Casi mejor que no venga en estos tiempos, al fin y al cabo no debe apresurarse. Cada vez queda menos para que le visitemos a él allá donde se encuentre. De hecho, el pasado mes de septiembre Marbella acogió, debidamente engalanada, el primer Congreso Internacional de Turismo Espacial, lo que nos otorga las bases del derecho a decidir nosotros mismos la fecha y sede del juicio final.

Mientras tanto observo las luces de la Navidad occidental por televisión. Ya no indican el camino hacia Belén y bajo su manto eléctrico las masas se dirigen a los centros comerciales de la ciudad sorteando indigentes rodeados de cartones que cuentan su verdad con mentiras. Mi gata se acurruca junto a mi y se pregunta si reducir la luminotecnia no facilitaría el acondicionamiento de nuevos albergues, pero eso es caridad y ella no comprende que las virtudes teologales no son materia preferida de las audiencias ni cotizan en Wall Street.
                                                                                Juan Bosco García Lozano
                                                                                                         9 Dic 2019

FOCUS... MOVING WAVES


Focus….Moving Waves…. 




Creo que desgasté el vinilo de este long-play, lo fui surcando como un intrépido grumete calzado en agujas de diamante, rayando con inquietud la cubierta de un galeón cuyas bodegas estaban repletas de tesoros, agarrado al mástil del marco de mi ventana entreabierta, montado en alfombras ilusorias e ingenuas, sobrevolando fantasías futuras que hoy resultan escalofriantes con solo recordar la facilidad con la que se erigían sobre el perfil plomizo y gris de aquel Bilbao de entonces. Encerrado en casa con mi pick-up o con el radio-cassette de importación de mi hermana mayor, rebobinando a Bic Naranja, que era más fino, y tensando la cinta de lado a lado para ahorrar pilas que entonces, como las libertades, no eran ni alcalinas ni de litio precisamente.

Focus fue mi primer concierto. 7 de febrero de 1975, Pabellón de la Casilla, Bilbao. Tenía trece años, que al cambio de ahora sospecho que eran bastante temerarios para la época. Nos hemos acostumbrado a comparar pesetas y euros, medios de transporte, tendencias sexuales… pero también debería haber alguna tabla de conversión de edades y oportunidades de entonces y ahora. Francamente, en esto nos hemos revalorizado. Yo no podía imaginar lo que habría después ni detrás de aquella entrada, de aquella experiencia. Se abrió un nuevo mundo para mi. La música rock en vivo, retumbando en tu organismo como si fueras piel de timbal Gretsch o membrana de amplificador Marshall. Todo envuelto en una especie de sentimiento clandestino, transgresor en mi inocencia, que apenas podías compartir en el colegio, ni con tu familia. Algo nacía dentro de uno mismo, una nueva dimensión, un nuevo sentido que ya no me abandonaría jamás a lo largo de todos estos años. Después de aquel concierto vinieron muchísimos más, he llegado a ver a los más grandes, tuve mi propio grupo de rock, recopilé una extensa y solícita colección de discos y grabaciones y nunca nunca olvidé que este concierto fue la puerta de entrada a este paraíso particular del que hoy dispongo a mi manera y despliego a mi voluntad ante mis sentidos cuando y como yo quiero.

Juan Bosco García Lozano

CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE