EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE
EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE
Me pregunto por qué al hombre del tiempo le dejan tan poco de
lo suyo. Ocurre que cuando le veo dar el parte a semejante velocidad cojo
instintivamente el teléfono por si tengo que marcar el 112 para solicitarle
asistencia de reanimación. Son minutos muy estresantes, da la sensación de que
se le escapa el metro y en la penumbra del estudio le esperan su mujer y sus
hijos para volver a casa. Además, me pone un poco nervioso porque a pesar de
ser muy amable y considerado a la hora de repartir las temperaturas bajo cero
en una España hoy en día tan reaccionaria, le queda muy justa la chaqueta y da
la impresión de que le falta el aire también. Debe ser que en su contrato de
trabajo el ajuste contempla todos los ámbitos de su actividad. También hay una
mujer del tiempo, no recuerdo bien en qué cadena, que parece moverse por el
plató llevada por algún viento sobre su melena, hacia donde va su melena allá
va ella cándida y predispuesta como una planta rodante del desierto. Me hace
mucha gracia verla tan sujeta a su figura, tan entregada a su trabajo y erguida
ante la crueldad de las imágenes que en televisión convierten cualquier kilo
extra en una riñonera. Sospecho que en ocasiones, y por aquello del rigor de
las audiencias del medio, más que bien arreglada la presentadora accede a
comparecer envasada al vacío. En
definitiva siempre me ha parecido que el parte meteorológico se incrusta en el
final de los informativos como medida de distracción hacia los espectadores por
los desastres detallados en las secciones anteriores. Nos cambian el objeto del
pensamiento como el trilero mueve la bolita de un cubilete a otro sin que nos
demos cuenta.
Yo de pequeño, es decir, cuando comencé a ser niño, quería
ser astronauta. Más que una vocación era en realidad una lucha interna por ser
cualquier cosa que no fuera yo y sobre todo que llevara casco y visor burbuja.
Había días que quería alcanzar diez profesiones distintas y cuando llegaba la
noche me acostaba con un agotamiento tal que ponía la cabeza sobre la almohada deseando que
se convirtiera en un borrador. Un tiempo después supe que también había otros
caminos llamados vocación y me liberé en gran medida de esos primigenios
episodios de estrés. Total que aquel día quería ser astronauta, y aunque mi
imaginación y anhelos por aventuras y viajes se ajustaban perfectamente al
curriculum necesario para el puesto tenía un problema, o mejor dicho, me
sobraban los problemas. El caso es que del libro de matemáticas me estorbaba lo
negro. El mundo de las matemáticas marcó verdaderamente un antes y un después
en mi vida. Todo fue bien, más o menos, hasta que llegaron el álgebra y los
logaritmos. ¿Cómo entender que una variable estaba en función de otra? Por
momentos creí que se trataba de un complot a mi inteligencia y lo atribuí a un
plan oculto para ir descartando individuos que osaran solicitar plaza en la
escuela de ingenieros. Allí perdí el control de mis estudios a la vez que me
refugié en las letras que al fin y al cabo admitían varias interpretaciones y
si eras lo suficientemente original en tus comentarios de texto podías llegar a
salvar un examen.
En una ocasión, durante el bachillerato, me tocó un texto de Schopenhauer, yo andaba un poco perdido en aquel momento por cuestiones que ya contaré en otra ocasión y no llevaba bien preparado al alemán. Afortunadamente deduje de su texto un pesimismo visceral hacia todo lo que se movía. Dediqué unos minutos a tragar toda la saliva que pude y me zambullí en el comentario. Relacioné el texto del filósofo con la imprevista experiencia que había vivido la tarde anterior cuando bajé al Casco Viejo a comprarme unas zapatillas para gimnasia y me vi envuelto en un brutal enfrentamiento entre la policía nacional y los cándidos manifestantes que formaban parte del mobiliario urbano de la villa durante aquellos años. El Arenal era como una galería de lienzos de Ferrer-Dalmau durante aquellas contiendas. Nunca llegué a la zapatería Urra donde me aguardaban mis flamantes zapatillas Paredes, pero horas más tarde me encontraba refugiado en un bar de Barrenkalle escuchando el último disco de Kortatu, muy edificante por cierto, y me flanqueaban dos amigas del “Kolectibo Radikal Emakume Askeak”, algo así como el Colectivo Radical de las Mujeres Libres. Lo pasamos en grande, cuanto más me solidarizaba con la causa más tubos de cerveza aparecían a mi alcance. Si bien, yo no dejaba de mantener el gesto de preocupación absoluta por las consignas del “kolectibo”, no fuera que aquello terminara como el rosario de la aurora -que por cierto nunca he sabido cómo terminó- y con las consignas y las birras fuimos haciendo una ensalada mental en la que cada uno aportaba los din-dan de las campanas que había escuchado alguna vez y a su manera. De la ensalada pasamos al kalimotxo, después arreglamos un poco el consistorio bilbaíno, destituimos a varios concejales, declaramos gratuitos múltiples servicios públicos e inauguramos nuevos espacios culturales sin olvidar la filosofía del jodido Schopenhauer, a quien dedicamos una plaza con fuente de tres caños dedicados a Kant, Platón y Spinoza. El episodio fue agotador y acabó entrada ya la noche. Al día siguiente me encontré en el patio del colegio excusando mi falta de uniformidad en la hora de gimnasia y rogando que no hubieran vendido el único par del 43 que quedaba en la zapatería.
En una ocasión, durante el bachillerato, me tocó un texto de Schopenhauer, yo andaba un poco perdido en aquel momento por cuestiones que ya contaré en otra ocasión y no llevaba bien preparado al alemán. Afortunadamente deduje de su texto un pesimismo visceral hacia todo lo que se movía. Dediqué unos minutos a tragar toda la saliva que pude y me zambullí en el comentario. Relacioné el texto del filósofo con la imprevista experiencia que había vivido la tarde anterior cuando bajé al Casco Viejo a comprarme unas zapatillas para gimnasia y me vi envuelto en un brutal enfrentamiento entre la policía nacional y los cándidos manifestantes que formaban parte del mobiliario urbano de la villa durante aquellos años. El Arenal era como una galería de lienzos de Ferrer-Dalmau durante aquellas contiendas. Nunca llegué a la zapatería Urra donde me aguardaban mis flamantes zapatillas Paredes, pero horas más tarde me encontraba refugiado en un bar de Barrenkalle escuchando el último disco de Kortatu, muy edificante por cierto, y me flanqueaban dos amigas del “Kolectibo Radikal Emakume Askeak”, algo así como el Colectivo Radical de las Mujeres Libres. Lo pasamos en grande, cuanto más me solidarizaba con la causa más tubos de cerveza aparecían a mi alcance. Si bien, yo no dejaba de mantener el gesto de preocupación absoluta por las consignas del “kolectibo”, no fuera que aquello terminara como el rosario de la aurora -que por cierto nunca he sabido cómo terminó- y con las consignas y las birras fuimos haciendo una ensalada mental en la que cada uno aportaba los din-dan de las campanas que había escuchado alguna vez y a su manera. De la ensalada pasamos al kalimotxo, después arreglamos un poco el consistorio bilbaíno, destituimos a varios concejales, declaramos gratuitos múltiples servicios públicos e inauguramos nuevos espacios culturales sin olvidar la filosofía del jodido Schopenhauer, a quien dedicamos una plaza con fuente de tres caños dedicados a Kant, Platón y Spinoza. El episodio fue agotador y acabó entrada ya la noche. Al día siguiente me encontré en el patio del colegio excusando mi falta de uniformidad en la hora de gimnasia y rogando que no hubieran vendido el único par del 43 que quedaba en la zapatería.
Aquella vivencia le quedaba al comentario de texto como la
camiseta del Athletic de Bilbao al apóstol Santiago, pero lo relacioné como
pude y expuse el sentimiento pesimista de un joven ciudadano que huye de unos y
de otros a través de calles empapadas de golpes y sirenas para acabar
solidarizándose con un colectivo marginado a cambio de que le sacien la sed
después de las carreras. Debí mostrar tal profundidad en el pesimismo causado por
quedarme sin las zapatillas que días después el profesor me llamó a parte y me
sugirió que considerara someterme a un psicoanálisis o hablar con mis padres seriamente
sobre mi exposición académica. – Bosco, ¿Progresas adecuadamente o necesitas un
psicólogo?, me dejó caer.
Salí del paso diciéndole que en unos días teníamos prevista
la visita de un familiar que trabajaba como comentarista del tiempo en una
publicación bimensual y que dada su indiscutible amplitud de miras y
objetividad para tal cometido se trataba de la persona idónea para reconducir
mis tribulaciones entre la filosofía y la meteorología. Fue un buen trato pero
de nada sirvió. El siguiente comentario de texto consistió en un pasaje de
Valle-Inclán y lo bordé mirando de reojo la costura verde de mis flamantes
zapatillas con las que había disfrutado la tarde anterior un maravilloso
episodio emocional casi casi extraído de su Sonata de Primavera.
JUAN BOSCO GARCÍA
LOZANO
Irónica reflexión de la lírica cotidiana. Enhorabuena!
ResponderEliminarMe ha encantado tu peripecia para salir del paso con el texto de Schopenhauer. Eres genial!
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