sábado, 17 de octubre de 2020

EL DESGUACE

 EL DESGUACE

No hace mucho me telefoneó una amiga a la que hace tiempo que no veo y conversamos sobre las costumbres que vamos adquiriendo a partir de los cincuenta. Me proponía un reencuentro, hacer unas risas y asomarnos al mundo que nos rodea. Cada vez salgo menos, le decía yo, creo que esto de salir de noche es inversamente proporcional a lo que saliste de joven, y yo, la verdad, no es que saliera, es que no entraba. Traté de disuadirla. Querida,  mi silueta ya no lleva bien camuflarse en el desfile de sombras justo antes que salga el sol y en mi mesilla lo imprescindible empieza a ser el vaso de agua.

Ella me entendía y se reía de mis conclusiones, se mostraba contraria a mi parecer, le gusta salir, bailar y disfrutar de los encuentros en las barras de bar, intercambiar frivolidad por compañía rápida y no demasiado comprometida. No recojo más que mentiras pero el alcohol me ayuda a volver a casa con algo que tirar a la basura sin remordimientos, me decía.  Salí poco cuando era jovencita, durante mis veinte años construí un castillo de naipes con el palo de corazones, pero años más tarde me sorprendió una ventisca de infidelidad que derramó todo por el suelo y cambié mi ingenua baraja por una minifalda con tablas. Desde entonces, no ha habido por quien mereciera la pena estrenar un nuevo tapete y ahora en los cincuenta me conformo con que nadie se incorpore a mi común denominador y devalúe los enteros que me quedan.   

Como nos habíamos prometido mutuamente volver a vernos,  propuso que fuéramos una noche a un local de Torrelavega en el que, según ella,  debía de haber mucho ambiente. Su risa acariciaba suavemente el altavoz, percibía que se movía por la casa tanteando cosas por aquí y por allá mientras me confiaba esperpentos que le habían ocurrido en aquel garito. Me contaba que los hombres nunca tienen en cuenta la precariedad de los ajuares de la Cenicienta y de noche no ven más allá de los focos de su coche fantástico, que normalmente vibra como una cafetera olvidada en el fuego. El truco está en que dejes siempre el local cuando aún quede gente que revise con su mirada el relieve de tu espalda y que jamás adviertan que te duelen los pies, decía con una picardía inigualable. El local propuesto se llamaba “El Desguace” y francamente,  no hice nada por aceptar una proposición tan sugerente. Tal y cómo me encontraba en esos momentos sospeché que pudieran ofrecerme el puesto de relaciones públicas. Desistí por completo y lo dejamos para otra ocasión.

Sin embargo aquella noche y aunque fuera de otra manera, le dediqué mi tiempo. Recordé con mucho afecto el día que la conocí años atrás en el revistero de un aeropuerto. Descubrí su rostro al otro lado de un estante, apareció detrás del último número que quedaba de National Geographic. La observé durante un rato, sus compras tenían la misma coherencia que haber elegido a ciegas en una chatarrería  las piezas para componer la turbina con la que quisieras sobrevolar el Pacífico. Su esbelta silueta sorteaba los pasillos y bancadas como quien recorriera el paseo marítimo una tarde de gaviotas elevada en su emoción por un resplandor lejano y accesible. En su billete y en su vida, pensé, tienen más peso el destino y sus amigos que su origen y su cuna. Y como de vez en cuando funciona, entablamos conversación, nos vimos varias veces  y llegó el día de ese viaje pero nunca alcanzamos las indias. Bastaron dos años para llegar a compartir la carcajada vertiginosa de vernos caer al vacío en mitad del océano, sin más  combustible para continuar ni más tiempo que el necesario para decidir amerizar sin causarnos daños irreversibles. Quedó una amistad perpetua, como un río lento al que de vez en cuando regresamos y nos acaricia la nuca y los tobillos.  

En alguna otra ocasión solía llamarme para que la acompañara a comprarse ropa. Decía que yo tenía la paciencia y el humor que ningún otro hombre había tenido con ella en un probador. Probablemente fuera verdad. Era una mujer muy atractiva pero apenas sabía que combinar el tono del bolso con el calzado es lo imprescindible. Cuando entraba en las tiendas de moda se quedaba en blanco, iba poniendo a prueba su identidad frente a los espejos colocando vestidos y tops sobre su silueta mientras me dirigía miradas de auxilio. Mira, decía, ¡parece que jugamos a recortables! En realidad, parecía que se probaba las prendas pensando en si lo aprobarían terceras personas. Nunca quise hablarle de aquello, su estado de ánimo era tan vulnerable como el peinado de un campo de cebada.  Mientras tanto, me hablaba de que sus armarios estaban llenos de ropa pero que nunca encontraba nada que ponerse. Yo esperaba un rato prudencial y después me deslizaba dentro de su  probador y le retocaba las prendas, el trasero y su estima. Pero nada nos convencía, no era el sitio. Ese cuerpo hay que envolverlo con pétalos querida, y jamás los encontrarás en una boutique que se llame “El apaño”,  le dije aquella vez. La saqué de allí y ya en otras tiendas, en otras calles, en comercios pequeños y encantadores conseguimos que la trucada magia de los espejos comerciales convocara una sonrisa bajo aquellos ojos tan inseguros de sí mismos. Le gustaba que la desafiara con una talla menor o un color más acorde con sus ojos, con su pelo.  ¡Joder, cómo te queda! ¿Lo estrenamos aquí mismo? Le decía a voz en grito.  Nos reíamos con avaricia y de pronto surgía como de la nada un torbellino perpendicular y luminoso que convertía en alta costura todo aquel muestrario que yacía inabordable alrededor de sus piernas desnudas.   

Después de aquello, un día me llamó para compartir un desayuno y confidencias. Un tipo que había quedado con ella le dejó caer que aquella noche lucía un conjunto precioso. Hubiera sido una velada perfecta Juan, si no llega a ser porque al despedirse de madrugada descargó un apresurado cumplido sobre mi pintalabios y descubrí que ese hombre era daltónico.

Me reconfortó comprobar que sus carcajadas sobrepasaban cualquier abatimiento. Después caminamos juntos durante un espacio de tiempo indefinido antes que nuestras agendas nos separaran de nuevo. Aquel paseo fue también un retorno a ese paraíso perdido que había sido el colofón del siglo XX y que habíamos compartido alguna vez, como compartimos también dos cafés y los números de teléfono aquella madrugada en el aeropuerto.

Juan Bosco García Lozano   Octubre, 2020


jueves, 8 de octubre de 2020

LA EMISORA RUSA

LA EMISORA RUSA 

Dicen en la radio que una emisora rusa lleva más de treinta años emitiendo ruidos misteriosos desde algún lugar remoto. Son ya unos treinta y cinco años emitiendo un sonido monótono durante veinticuatro horas al día y al parecer, de vez en cuando, una o dos veces por semana, una voz de hombre o mujer difunden unas palabras así como “bote inflable” o “especialista en agricultura” y eso es todo lo que emite. Confieso que he pasado varios días pensando en ello, me he llevado el asunto a mis paseos por la playa, lo he tratado de visualizar mientras preparaba un sukalki e incluso me he acostado con él como si lo hiciera en el sillón del psicoanalista. ¿Es una soberbia estupidez o el extraordinario ejercicio de una nueva corriente humanista? ¿Serán ecos de especímenes humanos buscando un futuro, un empleo? Los soportes de la nueva conciencia planetaria no me aportan solidez en mis conclusiones así que mantengo la duda pero la traigo conmigo a este blog y a ver qué pasa. Hoy me he sorprendido ejercitando mi cuello con una perplejidad gallinácea frente al café de la mañana, de pronto han confirmado el aumento de audiencia de tal emisora.  

En mi vagabundez de alborada, he llegado a la conclusión de que por algún lugar del espacio también deben de estar viajando, desde hace unos cuantos años, alguna de mis voces. Por ejemplo… ¡Que te levantes! o ¿has hecho ya los ejercicios? Me pasé varios años emitiendo yo también esas señales acústicas por los pasillos de mi casa cuando mis hijos eran aún adolescentes. Respondían, con ese retardo tan típico de la distancia generacional, con un “en cero coma” o “Ahora voy”. Supongo que todo ello estará flotando en la estratosfera como testimonio de los logros de la conocida era de la comunicación.

El caso es que he buscado ayuda. Busqué profesionales del gremio, a bajo presupuesto que es lo que se lleva, y di con un tipo que era “Técnico en Radioprotección”. Me puse en contacto con él no sin antes preparar un poco el encuentro. Repasé en Youtube varios tutoriales de la comunicación a través de las ondas sobre cómo montar estaciones de alta y baja frecuencia suponiendo que al invertirlos conseguiría comprender cómo se desmontan. Una vez me sentí capaz de mantener la entrevista, me cité con él en una cafetería del extrarradio. Le convidé a un té y comencé a exponer mi preocupación por aquella emisora fantasma y el significado que pudiera tener para la humanidad. Tal vez un nuevo Banksy de las ondas, le dejé caer mientras daba un sorbo ciego a su taza. El tipo me escuchaba pacientemente, de vez en cuando afirmaba ligeramente con su cabeza y desviaba la mirada hacia la tostada con mermelada de la señora de la mesa de al lado.  

Mire, en realidad mi especialidad consiste en asegurarme de cerrar bien la puerta cuando el paciente ha entrado en la sala de rayos -dijo con desgana-  y no va mucho más allá de comprobar que los rostros de la sala de espera se ven libres de mutaciones. Creo que no podré ayudarle en su investigación. El radiólogo no me cede más competencias, ¿me comprende? Gracias por el té, me llevo la galleta.

Me acuesto cada noche con la incógnita de la emisora rusa. He probado a forzar los límites de la rueda del dial, a hacer psicofonías de emisoras que solo emiten pitidos y chasquidos pero no me encuentro, de momento no hay ni rastro de mis voces del pasado. Me rodea una moderada sensación de ansiedad, como si me enterraran vivo. Y sin embargo, muy a menudo me saca de ese espectro  una llamada desvelada, de alguien que está liberando espacios en su ropero para las nuevas ilusiones y quiere saber si he tomado ya el lormetazepam. Me envuelve un “que descanses” en el río inagotable de la tranquilidad de su conversación y entonces una onda  invisible de galenas y pensamientos va de mi casa a la suya y dejamos las cosas ahí, donde deben estar para otro día. 

Juan Bosco García Lozano

CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE