Blog de Juan Bosco García Lozano. Espacio de escritura y lectura de textos personales y de mis autores favoritos. Os agradezco mucho vuestros comentarios sobre las cosas que voy añadiendo. No dudes en dejar el tuyo. También puedes hacerte seguidor del blog muy fácilmente pero para ello tienes que pulsar en la pestaña indicada para ello y tener tu sesión abierta en tu buscador (Google, Microsoft Edge, Opera, etc).
miércoles, 15 de enero de 2020
martes, 14 de enero de 2020
LA TALLA DE MI LEVI´S STRAUSS
LA TALLA DE MI LEVI´S STRAUSS
Voy retornando a mi ser como un suroeste invertido, como esas
hojas enloquecidas que van por las aceras, a su merced, buscando simplemente un
recodo donde asentarse y esperar que otro viento, que otro sol, que otra luz deslumbre
el ocre dorado de lo que fue su existencia.
Voy llegando a un acuerdo con el ser que me habita, como
quien pacta con el aguacero qué acera tomar o quien decide aportar una gota de
amabilidad en un paso de cebra. Este que soy yo y este otro que también, no
hacen otra cosa ya que ofrecerse asiento para conversar.
En la orilla de la playa que frecuento cada día hay una
delgada línea que separa la tierra y el mar. Móvil, inquieta y espumosa, me
dice cosas diferentes en cada murmullo enrolado de sus olas, y cada día dejo
sobre ella un racimo de deseos y cosas para lavar. Cuando amanece paso de nuevo
y encuentro sobre su húmeda y áspera lengua de arena y erosión un despliegue
infinito de generosidad y códices expuestos al sol como si tal cosa. Me deja nuevos
adverbios, derivadas, cálculos de estructuras y pan, para que yo pueda crecer
en todas mis dimensiones. Considera este mar que soy un alumno aventajado y a
veces tengo que recurrir a las enciclopedias de mis calles, los soles que me
broncearon, las aceras recorridas y al cloruro de sodio que algún día escoció
mi corazón. Y entonces comprendo, de pronto, que uno a veces se enamora del
habitante secreto de la persona que ama, que la persona amada es solamente el
vehículo de otras presencias de las que ella ni si quiera es consciente. Entonces
se desencadena esa razón, lejana y perpendicular, de las galernas que de niño jamás llegaba a comprender.
El caso es que uno tampoco es el hombre que otros creen que
le habita. En contraste con este medio tan frívolo y escaparatista, uno se
muestra como es y escribe lo que piensa sin tomarlo prestado de cartelitos y
reflexiones spam como si tal cosa. Prefiero un vuelo charter a las líneas
regulares, éstas alas tercas que no se acostumbran a ver siempre la misma geografía,
estos ojos que buscan la desembocadura de los pliegues de tu piel mientras
duermes y cambian las capitales, las cordilleras y los nombres de los ríos a su
antojo. Es la consecuencia de convivir con un juez justo y severo que recorre
mi habitación cuando la noche extiende su capa y las estrellas alumbran pecados
y otras cosas de la carne, como decían los curas de mi colegio.
Creo que voy a dar una vuelta. Después de todo a quién le
importa la talla de mis Levi´s Strauss.
JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO
EL COMANDO ESLAVO
EL COMANDO ESLAVO.
A menudo me ocurre que al escuchar ciertos idiomas
extranjeros que no comprendo en absoluto trato de adivinar el curso y contenido
de la conversación y se despierta en mi un inevitable instinto sospechoso. En
realidad esto me sucede cada vez con mayor frecuencia y no sé muy bien si es
porque me estoy convirtiendo en un paranoico lingüístico o en un simple
suspicaz de tres al cuarto. El caso es que en mi particular cosmogonía llego a
la conclusión de que tal vez en el futuro esta costumbre se convierta en
materia de estudio y vincule la filología con la psiquiatría. Solo de pensarlo
ya me veo sentado en un estrado siendo el objeto de observación de científicos
que tratan de resolver este “neotranstorno” para presentárselo prudentemente al
mundo exterior y encontrar el modo en que me pueda relacionar con otros
individuos semejantes sin alterar la serenidad ajena.
Recuerdo no hace mucho, una tarde en el trabajo del Mercado
Gastronómico, que mi nueva vecina del puesto vegano comenzó una conversación
con uno de sus jefes. Nos separaba una simple cortina de brezo y parecía
tenerlos a mi lado. Ambos hablaban con vehemencia en una lengua indoeuropea que
no pude concretar. Me dejé llevar por su fonética y entonación y comencé a
componer una historia sobre lo que escuchaba. En pocos minutos, la dureza de aquel lenguaje me
disuadió de la posibilidad de que hablaran de cualquier asunto relacionado con
el mundo vegetal y me trasladó a la
inequívoca conclusión de que estaban preparando algún acto de sabotaje con
tintes poco menos que terroristas. Por lo que conocía de ellos no eran de
sospechar, buena gente trabajadora, inmigrantes con un duro pasado bélico en su
infancia y sin más objetivo que vivir en paz en un país que les ofreciera una
nueva oportunidad. Sin embargo y una vez
metido en el embrollo, concluí que aquellas miradas y conversaciones tan
abruptas no podían desembocar en ninguna otra posibilidad. Mi imaginario íntimo
se había puesto en marcha y ya nada podía detenerlo. Por momentos yo mismo
trataba de disuadirme con convicciones razonables y evaluando una posible
sobreexposición a películas de serie b que había consumido para combatir el
insomnio durante las últimas semanas. Mi mente se encontraba en un vaivén de
posibilidades que me absorbían por completo.
La cosa se hizo aún más preocupante cuando comencé a escuchar
un ruido fortísimo y percutor que provenía del otro lado del brezo. Una máquina
infernal se había puesto en marcha y yo ya daba casi todo por perdido. Mi
capacidad de desarrollar espontáneamente la clarividencia me bloqueaba al verme
inmerso en una acción que se alejaba de mi control. El comando eslavo se había
puesto manos a la obra, ya había comenzado las perforaciones y yo era una
minúscula presencia que no tardaría en salir volando por los aires.
Opté por consultar el libro de Riesgos Laborales o por
preguntar abiertamente, cual héroe profesional, qué era lo que estaba
ocurriendo allí al lado. Afortunadamente me decidí por lo segundo. Introduje un
dedo entre las hebras del brezo y forcé una pequeña ventanilla desde la que
llamé a mi vecina, cuya silueta para entonces vibraba en un rincón atenazando
una máquina enloquecida. Le llamé dos o tres veces hasta que pudo escucharme y
el estruendo cesó devolviendo al mercado su estado natural. ¿Estás buscando
petróleo? – le dije. Juliana, desplegó una amplia sonrisa y comenzó a reírse a
carcajadas. Yo también lo hice, sin saber si mi risa provenía del pavor o de mi
insensata visión de lo sucedido. – ¡Robot de cocina roto, mi jefe no compra
nuevo!
Juan Bosco García Lozano
LAS COPAS, EL ROCK Y EL ROLL
LAS COPAS, EL ROCK Y EL ROLL
A cierta hora de la noche, como en La Cenicienta, se producen
cambios asombrosos en las cualidades del ser humano. Recuerdo cuando
frecuentaba la noche, los bares, los pub y algún que otro antro indefinible de
cuyo nombre no quiero acordarme… A partir
de las doce de la noche se producía un efecto milagroso, todo era una fantasía
colectiva. Al borde de la barra del bar de turno, como si se tratara del confín
de los deseos y bajo los efectos de lo que uno llevara encima, cada uno
comenzaba a elucubrar con planes deslumbrantes que incluían a todo aquel que se
encontrara a su alrededor e incluso a los advenedizos que se hallaran cerca.
¡Tengo una casa en junto al mar!, ¡Nos iremos a esquiar!, ¡Haremos fuego en la
chimenea!, ¡mi tío tiene un Land Rover!, y cosas así. Siempre había individuos
que prometían planes y repartían invitaciones como si fueran pitanza para los
pollos. Los más inocentes ya se veían en situación e iban pidiendo rondas a su
cargo para mantener vivo el fuego de las promesas e incorporarse así, fraternal
y confiadamente, a las quimeras carbonatadas de los charlatanes. Era como un
pequeño mundo, una sociedad mínima, bisoña y fácil de convencer, de carcajada
ligera y poco fundamento. Como si todos los vientos del mundo se hallaran entre
los vasos de tubo y el porvenir se destilara en aquel alambique de vanidades y
alcohol, para luego descender por las cortinas de humo en forma de partículas
iluminadas y posarse sobre nuestras coronillas. Las horas se convertían en
minutos y las ilusiones eran casi palpables. Uno salía de aquellos locales como
si hubiera trasnochado con el mismísimo Gran Gatsby en la convicción de que no
importaba volver a casa empapado y sin
un duro en el bolsillo si ya se veía en aquella casa de campo, junto a sus
nuevos amigos y esa prima lejana y exuberante de la que hablaba aquel beodo
lenguaraz que amagaba con la intención mientras otros ponían la cartera.
Pero ocurría también que después de aquella noche, y a medida
que pasaban los días, los protagonistas de la gesta se veían contagiados de una
amnesia generalizada y nunca ocurría nada a continuación. Como mucho te
reencontrabas con el charlatán en otra barra actualizando las delicias del fin
de semana que en breve se celebraría aún más excitante, pues incluía ya dar
fuego al almacén de pirotecnia olvidado por su abuelo y ver las estrellas desde
un barco con gafas 3d importadas de una base americana.
Barras de bar, vertederos de amor, cantaba El último de la
fila en los bafles. Y en cada víspera y cada bar y cada historia, en aquel
teatrillo de marionetas del mundo de las copas y el rock y el roll, se cumplía la máxima infalible de que después
de las doce todo en realidad era mentira. Y allí se iban arremolinando velada
tras velada nuevos estrategas de la copa gratis e incautos debutantes en el
mundo del alterne. Confieso que en aquél barullo yo llegué a ceder la posición
a medida que ganaba en estrategia pues a golpe de desengaños aprendí y seguía
tomando copas pero al día siguiente (ni siquiera hoy consigo averiguarlo) no
tenía ni la más remota idea de quien las había pagado.
Debo alegrarme de haber vivido aquello en su momento, estas
sensaciones y emociones vacuas deben vivirse a tiempo. Decía mi abuela que “a
quien de verano veas por Navidad, no le preguntes qué tal le va”. Entretanto hay
quien a mi edad aún permanece en esos círculos, atendiendo las monsergas de
algún nuevo iluminado al que nunca se le termina el ron cola mientras reparte
promesas y tréboles de cuatro hojas a los incautos que lo circundan. Hay quien
lleva en sus bolsillos calendarios atrasados e invitaciones caducadas de
lugares que ya no existen y quienes a deshoras mendigan la atención de
cualquiera a cambio de saquear lo poco que les queda de dignidad. Y en la resaca matinal se retiran a sus
barrios ignorando que en su calle falla alguna baldosa, faltan papeleras y les
espera el cruel y deslumbrante interrogatorio de la fría luz del portal y su
escalera. Pero suben a tientas a su habitación sin soltar los globos donde
habita el helio de sus sueños, burbujas de colores y alamedas por donde entrar
gloriosamente en el inexistente pueblo del fantasma que se ha bebido las copas.
JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO
TODO ROZA
TODO ROZA
Un leve crujido del somier al
levantarme esta mañana me ha puesto en guardia desde el primer momento del día.
Debería anegar los delatores engranajes de mi somier con líquido lubricante, he
barruntado mientras preparaba la fruta y el café que me proporcionan el
combustible necesario para arrastrar la mochila del día a día. Nunca he soñado
mientras dormía que un día me levantara sin ella, sin embargo lo sueño muchas
veces en las horas de vigilia. Pasar de nuevo una jornada sin el peso de lo
acumulado y sobre todo, del presente a mis espaldas. La cucharilla del café
rozaba en círculos en el fondo de la taza, después mis dedos rozaban las
páginas de mi agenda y en el altavoz de la radio de la cocina vibraban las
ondas lejanas de una emisora.
Algo más tarde, avanzada ya la
mañana, he sentido el doloroso roce del fémur en mi cadera. Por un momento
pensé que mi esqueleto se componía de engranajes e hidráulica similares a los
del somier levadizo de mi cama y consideré solucionarlo con el mismo lubricante.
Debería existir un lubricante para este tipo de dolencias, sería
extraordinario. Sin embargo la solución son esos brutales comprimidos que me ha
recetado el traumatólogo. Son tan fuertes que sospecho que la compañía de
seguros no ha tardado en cruzar sus datos con la farmaceútica y que el próximo
recibo de mi seguro de vida será igualmente extraordinario.
Me he dirigido al centro de la
ciudad a continuar con esas gestiones que uno no sabe muy bien porqué nunca
terminan. Hay asuntos que invariablemente se repiten a diario y da igual si los
realizas o no porque siempre tienen la misma frecuencia y aparecen de nuevo
como el periódico, el sol o los
interrogantes. Las gestiones menos habituales también tienen su frecuencia,
menos aritmética pero acechan de igual modo.
De vuelta a casa he parado en el
supermercado, siempre paro en el supermercado. A veces creo que más por una
necesidad lo hago por saber si no he caído en cuenta de ella. Una vez en la
cola de la caja he percibido que la cinta transportadora emitía un sonido ácido
y perezoso, la goma rozaba por algún lado con los abollados perfiles de acero.
Por un momento me he visto engrasándola con el spray lubricante y he recordado
mi cadera y el somier. Me he sentido el único ser de la tierra capaz de percibir
ese tipo de cosas, como si poseyera una rara sensibilidad mecánica sensible a
los sucesos e ingeniería de mi entorno, el único individuo capaz de pensar cosas así
al mismo tiempo que dudaba si poner un
poco de pimentón al potaje de verduras que me disponía a preparar al llegar a
casa. En cierto modo, concluí, las verduras tienen las mismas propiedades que el
tres en uno.
Entrando en la urbanización, he
llegado a la convicción de que el motor de mi automóvil ronca. Alguna de las
piezas debe andar algo suelta y lo escucho quejarse de ello. Mi pensamiento se
ha enajenado en las bielas y el árbol de levas, todo un mundo de rozamientos
que hacen posible y útil su explosión y envejecimiento. No he tardado ni un
momento en llegar a la conclusión de que le hace falta un engrase aunque esta
vez no he pensado en el spray sino en un baño templado y turbio de aceites
sintéticos que hace posible su renovación a la vez que envenenan el entorno.
Todo roza, rozan los atardeceres
en el horizonte, la mochila sobre mis hombros, roza el cuchillo cuando corta el
pan, mi mano sobre su corteza, las hojas de afeitar sobre la piel de mi cara y
el vaho sobre el espejo donde trato de verme. Roza el viento en los desajustes
de mi ventana y roza la voz de mis hijos en la delicada membrana de mi tímpano
y sobre el páramo de mi conciencia. Roza lo imprevisto sobre lo establecido,
rozan mis zapatos sobre las calles y rozan las yemas de mis dedos sobre el pelo
de mi gata cuando trato de conciliar el sueño. Roza la vida sobre el tapete de
la incertidumbre de mis despertares y el plumín dorado de mi estilográfica sobre
los folios donde uno debe escribir sobre estas cosas, sobre cualquier cosa.
Juan
Bosco García Lozano
LA PARTÍCULA Y LA MATERIA
LA PARTÍCULA Y LA MATERIA
Siempre que trato de recordar una idea sobre la que quiero
escribir, por inmediata o lejana que haya sido, me veo obligado a realizar un
ejercicio de ordenación mental que implica un reposo de ideas y acontecimientos
similar a la que cualquier marinero realizaría sobre la dársena de su puerto
en la espera de obtener una mayor
clemencia, según la escala de Beaufort, sobre el horizonte que le aguarda. Si
no fuera por este inevitable umbral, creo que la escritura perdería el vértigo
de su iniciación y embrujo, ofreciéndose a sus lectores o transeúntes de la
misma forma que se admiraría la belleza de un bosque cruzándolo a través de una
autopista que lo parte por la mitad.
Tratando de comprender este ejercicio de recuperar ideas
transitorias, en la temeraria intención de convertir lo cotidiano en vestigio, contemplo
mis pensamientos como una estratosfera plagada de partículas en movimiento,
algo así como uno de aquellos suvenir de infancia que consistían en una bola de
cristal que al agitarla producía un efecto de nieve sobre un paisaje determinado
e idílico. Una vez reposada esa atmósfera caótica de pensamientos, de pequeñas
partículas, uno recupera sus ideas, las
reconoce de nuevo ahí en su lugar, minúsculas y fundamentales como células y
las dota de nuevo de membrana, citoplasma y material genético con los que comienzan
a relacionarse entre ellas y a fluir como un texto ya inmediato; a la suerte de
una meiosis o mitosis espontánea e imparable. Sobre ese texto va dejando su equipaje
el autor y usted lo ojea en una red social después, lo disfruta sentado en el sillón de su casa o
le inquieta atrapado entre dos estaciones de metro.
Recuerdo ahora en mi juventud cuando leí a Sábato, su
tremendo esfuerzo por empujar con sus textos aquellas locomotoras varadas que
éramos los acólitos escritores por iniciar. En “El escritor y sus fantasmas” se
esforzaba porque se iluminaran los túneles que indefectiblemente nos llevaran a
las vastas extensiones de la creación literaria, espléndidas en luz y
manantiales, y en ocasiones, a las
turbias aguas estancadas de la parálisis hacedora que puede atraparnos en un
cosmos gélido y remoto de dónde nunca se vuelve como se llegó. Ambas probabilidades estaban ante nosotros y
ambas debíamos recorrer para conocer con rigor y lucidez las posibilidades del
hombre ante su destino. // Todo ello está en los libros que nos rodean como
espíritus almacenados, como pequeñas cápsulas que nos aguardan sobre los
estantes y en las que podemos viajar a otros mundos, otras vidas y otros
océanos y culturas. En la complejidad del espacio-tiempo, en el horizonte de
sucesos de la literatura están los medios y las claves de nuestra historia, de
nuestra identidad. ¿No sienten en su espalda la mirada que proviene de sus lomos
cuando les rodean en una estancia? Deslicen su dedo índice sobre la irregular
cordillera de sus volúmenes y tiren de uno de ellos hacia ustedes, habrán
hallado la forma de viajar en el tiempo a través de los sentidos.
Juan Bosco García Lozano
3 dic 2019
LA SEGUNDA VENIDA
LA SEGUNDA VENIDA
A veces pienso, como cristiano de cuna que soy, que si algún
día le diera por cumplir a Jesucristo su promesa de la segunda venida lo iba a
tener claro. Sé que no soy original al
proponerlo, ya trabajaron sobre esta idea Jardiel Poncela con “La tournée de
Dios” y los Monty Python con “La vida de Brian” entre otros. Lo que parece
inevitable es que su llegada será inoportuna, sea cuando sea. El ser humano, en
su conciencia tangible y productiva, ignora que por muchas estrellas que
observe nunca dejará de ser un pequeño provinciano ofuscado en su pálido punto
azul del universo. De hecho, estoy seguro de que son ellas las que nos
consideran fugaces a nosotros.
He tratado de explicárselo a mi gata, habitual contertulia en
mis debates de folio en blanco y zapatillas. Si viniera, mejor no lo haga en
patera ni con gran aparato atmosférico como anunció Lucas evangelista; sería su
ruina mediática y ocuparía de lleno las dianas implacables de la ecología y
medios informativos. Las cumbres occidentales ya no se presiden con crucifijos
sino más bien con ventanas emergentes de la bolsa de Nueva York.
Después, en el caso de que se presentara ante nosotros,
debería hacerse autónomo y elegir sexo, lo cual, le condena ya a ser un, o una,
paracaidista sectario, o sectaria, y con tendencia genérica y empresarial -Hay
que ver lo difícil que es esto de escribir en hermafrodita- que sembraría ya la
desconfianza, de entrada, en medio planeta. En el mejor de los casos no
obtendría gran reconocimiento. En la historia universal ya hemos tenido muchos
mesías tardíos y todos se fueron difuminando en afonías geriátricas y su
inevitable artrosis intelectual. Serafines y querubines se han ido alternando
en este descenso a lo terrenal y han sido recibidos con aparatosos signos de
fraternidad indicándoles el camino de regreso a ese nirvana que siempre puede
esperar.
Casi mejor que no venga en estos tiempos, al fin y al cabo no
debe apresurarse. Cada vez queda menos para que le visitemos a él allá donde se
encuentre. De hecho, el pasado mes de septiembre Marbella acogió, debidamente
engalanada, el primer Congreso Internacional de Turismo Espacial, lo que nos
otorga las bases del derecho a decidir nosotros mismos la fecha y sede del
juicio final.
Mientras tanto observo las luces de la Navidad occidental por
televisión. Ya no indican el camino hacia Belén y bajo su manto eléctrico las
masas se dirigen a los centros comerciales de la ciudad sorteando indigentes
rodeados de cartones que cuentan su verdad con mentiras. Mi gata se acurruca
junto a mi y se pregunta si reducir la luminotecnia no facilitaría el
acondicionamiento de nuevos albergues, pero eso es caridad y ella no comprende
que las virtudes teologales no son materia preferida de las audiencias ni
cotizan en Wall Street.
Juan Bosco García Lozano
9 Dic 2019
FOCUS... MOVING WAVES
Focus….Moving Waves….
Creo que desgasté el vinilo de este long-play, lo fui surcando como un
intrépido grumete calzado en agujas de diamante, rayando con inquietud la
cubierta de un galeón cuyas bodegas estaban repletas de tesoros, agarrado al
mástil del marco de mi ventana entreabierta, montado en alfombras ilusorias e
ingenuas, sobrevolando fantasías futuras que hoy resultan escalofriantes con
solo recordar la facilidad con la que se erigían sobre el perfil plomizo y
gris de aquel Bilbao de entonces. Encerrado en
casa con mi pick-up o con el radio-cassette de importación de mi hermana mayor,
rebobinando a Bic Naranja, que era más fino, y tensando la cinta de lado a lado
para ahorrar pilas que entonces, como las libertades, no eran ni alcalinas ni
de litio precisamente.
Focus fue mi primer concierto. 7 de febrero de 1975, Pabellón de la Casilla, Bilbao. Tenía trece años, que al cambio de ahora sospecho que eran bastante temerarios para la época. Nos hemos acostumbrado a comparar pesetas y euros, medios de transporte, tendencias sexuales… pero también debería haber alguna tabla de conversión de edades y oportunidades de entonces y ahora. Francamente, en esto nos hemos revalorizado. Yo no podía imaginar lo que habría después ni detrás de aquella entrada, de aquella experiencia. Se abrió un nuevo mundo para mi. La música rock en vivo, retumbando en tu organismo como si fueras piel de timbal Gretsch o membrana de amplificador Marshall. Todo envuelto en una especie de sentimiento clandestino, transgresor en mi inocencia, que apenas podías compartir en el colegio, ni con tu familia. Algo nacía dentro de uno mismo, una nueva dimensión, un nuevo sentido que ya no me abandonaría jamás a lo largo de todos estos años. Después de aquel concierto vinieron muchísimos más, he llegado a ver a los más grandes, tuve mi propio grupo de rock, recopilé una extensa y solícita colección de discos y grabaciones y nunca nunca olvidé que este concierto fue la puerta de entrada a este paraíso particular del que hoy dispongo a mi manera y despliego a mi voluntad ante mis sentidos cuando y como yo quiero.
Juan Bosco García Lozano
ECOS DE SOCIEDAD
ECOS DE SOCIEDAD
El otro día me sorprendí abriendo una ventana para respirar
aire fresco al mismo tiempo que encendía un pitillo. Inhalé y exhalé ambas
cosas a la vez y solamente llegué a la conclusión de que parecía que estaba
fumando un mentolado. Por lo visto, el aire fresco y seco de Bilbao no combina
bien con el humo americano. Miré hacia
delante y me fijé en la estantería del tipo que vive enfrente de mi casa. No sé
por qué motivo me fijo en esa estantería llena de libros todos los años cuando
vuelvo a casa de mi madre por Navidad, el caso es que sigue sin organizarla.
Sus libros y carpetas, de gran volumen, están todos inclinados y cada estante
tiene distinta dirección, unos se inclinan hacia la derecha y los otros hacia
la izquierda. A mi me da la sensación de que contienen una poco apasionada
colección de libros y apuntes de marinería pero vete a saber, tal vez son los libros mayores de algún negocio
que le trae de cabeza. Traté de
encontrarle un sentido y fue inútil. Cuando la instaló no debió tener en cuenta
que sus libros eran demasiado altos para la distancia de las baldas, o tal vez cambió de facultad a mitad de carrera o lo
hizo a propósito pensando en el entretenimiento de su vecino cotilla.
Al anochecer salí a la terraza y observé a su mujer, aunque
no sé bien por qué creo que es su mujer, en la cocina. Era ostensible que cocinaba
con cierta rutina y desgana. Ponía tan poca pasión que si le hubiera podido
cambiar alguno de los ingredientes sin que se diera cuenta estoy seguro que le
hubiese salido la misma receta, un plato triste y rutinario para que lo ingiera
el de las baldas torcidas. No era emoción precisamente lo que flotaba en el
ambiente, y mientras cocinaba parecía hablar sola, movía los labios. Seguí con
la mirada la línea ferroviaria de las ventanas de su piso y no le hallé interlocutor.
Probablemente hablara sola o con el huevo batido; que si ya le urgía la cera,
que si duele, que si tal, que si fulanita me ha llamado, que si estoy hasta el
coño de preparar la cena y cosas así. El caso es que seguía hablando y allí la
dejé.
De madrugada me desperté de súbito, como viene siendo
habitual. De tanto escuchar programas deportivos antes de dormir, mi descanso
también se ha programado en primer y segundo tiempo. Incluso a veces cuando voy
al baño durante la noche creo que estoy en el vestuario. Al otro lado de mis sentidos permanecía
fielmente encendida mi radio. Una señora llamaba a la emisora para hablar de la
“novísima cocina”, la más vanguardista. -¿Y
cómo es eso?, Le inquirió el locutor.
Pues bien, explicaba, había comprado una merluza para hacerla en salsa
verde, -con sus almejitas, ya sabe usted-, y al ponerse a ello comprobó que le
sobraban las almejas, el perejil y los espárragos porque la merluza lo traía ya
todo incorporado en sus entrañas. Cuando llevaba cocinando un rato se vio ante
un plato rompedor para el siglo que acababa de comenzar, allí en la cazuela se
repartían los jugosos y nacarados lomos del pescado con los anisakis, los micro
plásticos multicolores y un postureo de anzuelos y algas de aderezo que había
tragado el pobre animal, así que apenas había espacio para el resto de la
companga. La receta resultó un éxito al fin y al cabo, los comensales venían del
interior y les pareció muy ecorazonable y contingente el acabado. Al fin y al cabo hay
que ir acostumbrando nuestra genética al porvenir del hábitat que nos rodea, -si
no, fíjate, nuestros descendientes no estarán preparados para los que les viene
por tierra, mar y aire- aseguraba que
dijo uno de los invitados.
Pensé en llevarle la receta a mi vecina a la mañana
siguiente. Me pareció una idea excitante y me desvelé. Bebí un vaso de agua junto
a la ventana y volví a levantar la mirada. A lo lejos, sobre su edificio, se
veía una de esas lunas extraordinarias que se anuncian cada dos décadas y sin
embargo las vemos cada tres meses. Habría que revisar estas cadencias y volver
a fechar todo de nuevo. La Historia no cabe ya en los periodos asignados, se
sale por arriba y por abajo, se desborda por los costados y la tabla del tiempo
que pretendemos que la sujete se parece a los estantes de mi vecino. No supe bien si era cosa de mi estado hipnagógico
o qué pero me sorprendí filosofando con
un vaso vacío en la mano y la noche cerrada frente a mis ojos. Pensé en mi
vecina, en su cara de estupefacción cuando le explicara todo esto en la puerta
de su casa y en su mano tanteando a escondidas sobre el aparador del vestíbulo
para encontrar algún objeto con el que golpear a ese individuo que se había presentado
en su casa con la novísima receta de la Merluza al Tercer Milenio. Y es que ya
no se estilan los vecinos con pucheros ni el tráfico de recetas dictadas a todo
correr por el hueco de la escalera.
Decidí acostarme de nuevo, para dar una prórroga a mi sueño y
una tregua a mis cavilaciones. Aquella mujer no tenía la culpa de tener un
vecino invasivo así que desistí de la idea y acepté que al menos por un año más
volvería a verla cocinando con desdén y a su marido con los estantes
despeinados como un campo de trigo enloquecido. Cerré los ojos e imaginé una
bañera llena de agua caliente en la que me sumergía lenta y plácidamente. Me
dejé abrazar por el hidrógeno y el oxígeno en estado líquido y al borde del
sueño tuve ese último instante de conciencia necesario para quitar el tapón y
todo se desvaneció por el desagüe.
JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO
NUEVA YORK, FEDERICO GARCÍA LORCA
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