EL DESGUACE
No hace mucho me telefoneó una amiga a la que hace tiempo que
no veo y conversamos sobre las costumbres que vamos adquiriendo a partir de los
cincuenta. Me proponía un reencuentro, hacer unas risas y asomarnos al mundo
que nos rodea. Cada vez salgo menos, le decía yo, creo que esto de salir de
noche es inversamente proporcional a lo que saliste de joven, y yo, la verdad,
no es que saliera, es que no entraba. Traté de disuadirla. Querida, mi silueta ya no lleva bien camuflarse en el desfile
de sombras justo antes que salga el sol y en mi mesilla lo imprescindible
empieza a ser el vaso de agua.
Ella me entendía y se reía de mis conclusiones, se mostraba
contraria a mi parecer, le gusta salir, bailar y disfrutar de los encuentros en
las barras de bar, intercambiar frivolidad por compañía rápida y no demasiado
comprometida. No recojo más que mentiras pero el alcohol me ayuda a volver a
casa con algo que tirar a la basura sin remordimientos, me decía. Salí poco cuando era jovencita, durante mis
veinte años construí un castillo de naipes con el palo de corazones, pero años
más tarde me sorprendió una ventisca de infidelidad que derramó todo por el
suelo y cambié mi ingenua baraja por una minifalda con tablas. Desde entonces,
no ha habido por quien mereciera la pena estrenar un nuevo tapete y ahora en
los cincuenta me conformo con que nadie se incorpore a mi común denominador y
devalúe los enteros que me quedan.
Como nos habíamos prometido mutuamente volver a vernos, propuso que fuéramos una noche a un local de
Torrelavega en el que, según ella, debía
de haber mucho ambiente. Su risa acariciaba suavemente el altavoz, percibía que
se movía por la casa tanteando cosas por aquí y por allá mientras me confiaba
esperpentos que le habían ocurrido en aquel garito. Me contaba que los hombres
nunca tienen en cuenta la precariedad de los ajuares de la Cenicienta y de
noche no ven más allá de los focos de su coche fantástico, que normalmente
vibra como una cafetera olvidada en el fuego. El truco está en que dejes
siempre el local cuando aún quede gente que revise con su mirada el relieve de
tu espalda y que jamás adviertan que te duelen los pies, decía con una picardía
inigualable. El local propuesto se llamaba “El Desguace” y francamente, no hice nada por aceptar una proposición tan
sugerente. Tal y cómo me encontraba en esos momentos sospeché que pudieran
ofrecerme el puesto de relaciones públicas. Desistí por completo y lo dejamos
para otra ocasión.
Sin embargo aquella noche y aunque fuera de otra manera, le
dediqué mi tiempo. Recordé con mucho afecto el día que la conocí años atrás en
el revistero de un aeropuerto. Descubrí su rostro al otro lado de un estante, apareció
detrás del último número que quedaba de National Geographic. La observé durante
un rato, sus compras tenían la misma coherencia que haber elegido a ciegas en
una chatarrería las piezas para componer
la turbina con la que quisieras sobrevolar el Pacífico. Su esbelta silueta
sorteaba los pasillos y bancadas como quien recorriera el paseo marítimo una
tarde de gaviotas elevada en su emoción por un resplandor lejano y accesible. En
su billete y en su vida, pensé, tienen más peso el destino y sus amigos que su
origen y su cuna. Y como de vez en cuando funciona, entablamos conversación,
nos vimos varias veces y llegó el día de
ese viaje pero nunca alcanzamos las indias. Bastaron dos años para llegar a compartir
la carcajada vertiginosa de vernos caer al vacío en mitad del océano, sin más combustible para continuar ni más tiempo que
el necesario para decidir amerizar sin causarnos daños irreversibles. Quedó una
amistad perpetua, como un río lento al que de vez en cuando regresamos y nos
acaricia la nuca y los tobillos.
En alguna otra ocasión solía llamarme para que la acompañara
a comprarse ropa. Decía que yo tenía la paciencia y el humor que ningún otro
hombre había tenido con ella en un probador. Probablemente fuera verdad. Era
una mujer muy atractiva pero apenas sabía que combinar el tono del bolso con el
calzado es lo imprescindible. Cuando entraba en las tiendas de moda se quedaba
en blanco, iba poniendo a prueba su identidad frente a los espejos colocando
vestidos y tops sobre su silueta mientras me dirigía miradas de auxilio. Mira,
decía, ¡parece que jugamos a recortables! En realidad, parecía que se probaba
las prendas pensando en si lo aprobarían terceras personas. Nunca quise
hablarle de aquello, su estado de ánimo era tan vulnerable como el peinado de
un campo de cebada. Mientras tanto, me
hablaba de que sus armarios estaban llenos de ropa pero que nunca encontraba
nada que ponerse. Yo esperaba un rato prudencial y después me deslizaba dentro
de su probador y le retocaba las prendas,
el trasero y su estima. Pero nada nos convencía, no era el sitio. Ese cuerpo
hay que envolverlo con pétalos querida, y jamás los encontrarás en una boutique
que se llame “El apaño”, le dije aquella
vez. La saqué de allí y ya en otras tiendas, en otras calles, en comercios
pequeños y encantadores conseguimos que la trucada magia de los espejos comerciales
convocara una sonrisa bajo aquellos ojos tan inseguros de sí mismos. Le gustaba
que la desafiara con una talla menor o un color más acorde con sus ojos, con su
pelo. ¡Joder, cómo te queda! ¿Lo
estrenamos aquí mismo? Le decía a voz en grito. Nos reíamos con avaricia y de pronto surgía
como de la nada un torbellino perpendicular y luminoso que convertía en alta
costura todo aquel muestrario que yacía inabordable alrededor de sus piernas
desnudas.
Después de aquello, un día me llamó para compartir un
desayuno y confidencias. Un tipo que había quedado con ella le dejó caer que
aquella noche lucía un conjunto precioso. Hubiera sido una velada perfecta
Juan, si no llega a ser porque al despedirse de madrugada descargó un apresurado
cumplido sobre mi pintalabios y descubrí que ese hombre era daltónico.
Me reconfortó comprobar que sus carcajadas sobrepasaban
cualquier abatimiento. Después caminamos juntos durante un espacio de tiempo
indefinido antes que nuestras agendas nos separaran de nuevo. Aquel paseo fue
también un retorno a ese paraíso perdido que había sido el colofón del siglo XX
y que habíamos compartido alguna vez, como compartimos también dos cafés y los
números de teléfono aquella madrugada en el aeropuerto.
Juan Bosco García
Lozano Octubre, 2020
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