martes, 5 de mayo de 2020

DETRÁS DE LAS COSAS


DETRÁS DE LAS COSAS


María permanecía junto a la cama de uno de los recién ingresados en la unidad de cuidados intensivos del hospital general. Su mirada verificaba cuidadosamente los monitores y el paso del suero de la vía aplicada a la vez que posaba sus manos sobre él, como si quisiera irradiar sobre su paciente el calor y las primeras luces de los hogares que comenzaban a despertar.

Cuando llegó al clínico por primera vez, la recepción y los pasillos le parecieron mucho más espaciosos, estaban despejados. Las conversaciones con sus compañeras eran pausadas y confidenciales, envueltas en ocasiones por los ligeros nervios de sus primeras intervenciones. Sin embargo, ahora las camillas se amontonaban por doquier y los pasos eran acelerados, a menudo frenéticos. Todo parecía hacerse más estrecho y sofocante. Le costaba creer que el tiempo hubiera traído semejantes estragos no solo a su desempeño como enfermera, sino también al mundo. Una terrible pandemia parecía asolar la población y desbordaba los hospitales sometiéndolos cada día a un reto humano y científico cada vez más insoportable.

Llegado el anochecer se retiraba a su casa tras unos turnos interminables. Tomaba una ducha en la que no despegaba las manos de su cara y las lágrimas de dolor recorrían su cuerpo sin cesar.
 -¡Tengo que poder!, sofocaba sola e invisible.

Muchos años atrás,  María había encontrado un pájaro malherido sobre la arena de la playa donde transcurrían los veranos de su infancia. El pobre animal se encontraba extenuado por sus continuos intentos de emprender el vuelo.  Lo tomó en sus manos y quedó invadida de tristeza al advertir su ala dislocada. Ni entre sus manos ni en el borroso horizonte de lágrimas encontraba consuelo posible. Se arrodilló sobre la arena y lo posó sobre los pliegues de su falda. Un señor se acercó de pronto con una sonrisa en sus ojos.  Se interesó por el estado de la niña y del pequeño animal acurrucado en su regazo. La consoló, tomó el pajarillo con cuidado y pareció tranquilizarlo. Ella creyó ver un nido entre sus dedos, como un refugio que hubiera pertenecido ya a otra especie. El hombre tanteó las alas suavemente, peinó sus plumas y recompuso el orden natural de sus frágiles huesos. El pajarillo pareció aliviarse.

-          Es un canario macho, les gusta mucho cantar y llegará a recuperarse. Dijo el hombre amablemente.

A María le parecieron unas manos que ya supieran de cuidados y delicadeza, por un momento sintió el deseo de tener el mismo talento. Asombrada, advirtió una terrible cicatriz que nacía en su muñeca y atravesaba la palma de su mano. ¿Qué le habría ocurrido para portar semejante herida? El hombre, ya acostumbrado a ello, ignoró su gesto y la aconsejó sobre cómo cuidar al pajarillo. Antes de separarse, María escuchó la llamada de sus padres acercándose y preguntó al hombre cómo se llamaba. Él contestó, Matías. Los presentó cargada de emoción y se alejó de él contándoles lo ocurrido.

En los días posteriores, se vieron varias veces más junto a la playa. Aquél señor seguía interesándose por el progreso del pájaro mientras continuaba dándole las pautas para su recuperación y afianzaba una bonita amistad con la familia. En una ocasión, le proveyó de una pequeña jaula que parecía haber sido usada con anterioridad. La  puertecilla estaba abierta y bloqueada y en sus alambres el hombre había dispuesto un pequeño bebedero y un depósito para la comida. Le pidió que lo mantuviera allí y que le proporcionara agua, sol, cáñamo, alpiste y de vez en cuando una hojita de lechuga fresca. También le entregó un pequeño paquete con las provisiones que más tarde resultó ser increíblemente providencial. La condición para que todo funcionara fue que le dejara siempre la libertad de marcharse. Ella comprendió entonces que la jaula tuviera la puerta inutilizada aunque por un instante temió que pudiera perderlo de vista.

El pájaro sanó y permaneció junto a ella durante años, dejando la jaula y regresando a ella a su libre albedrío. En el transcurso de la curación del pajarillo, Matías le había dicho que si algún día no regresara no debería sentirse mal porque el pájaro se lo agradecería y la observaría siempre desde algún lugar de la naturaleza. Ella se sintió satisfecha y observaba cómo sus días pasaban más seguros y alegres desde que había comenzado a cuidar del pequeño animal, en cierto modo su vida había alcanzado una dimensión desconocida. El pájaro volvió siempre junto a ella y con el tiempo los encuentros con Matías quedaron en recuerdo; pues le anunció que su labor en el pueblo había concluido y no volvieron a verse nunca más.

Una mañana, muchos años después, cuando todo aquello era una bella memoria que había despertado su voluntad de dedicar su profesión a ayudar a los demás, María se incorporaba al trabajo y recibió un aviso de su supervisora. Aquella madrugada se habían producido de nuevo numerosos ingresos y debería dedicarse a una sección de los cuidados intensivos en la que se encontraban las personas de mayor edad. María repasó el parte del turno de noche y comenzó su rueda de pacientes. Se detuvo junto a la cama de uno de los recién incorporados, parecía haberse agitado durante la noche y procedió a cambiar el apósito de la vía. Le tomó de la mano un momento como solía hacer con cada uno de ellos para añadir un matiz que más allá de los tratamientos resultaba enormemente terapéutico. Quedó paralizada. En el envés de su mano derecha distinguió el curso de una cicatriz ya fibrosa y envejecida que partía  en dos la epidermis desde su antebrazo hasta perderse entre sus dedos.  María cerró sus ojos y se aferró a la mano de Matías. Percibió el sonido sordo de un alborotado plumaje a su alrededor, inclinó ligeramente su rostro sobre él y volvió a ver reverberar el sol sobre la infinita playa de su infancia.
Juan Bosco García Lozano
Sesenta y dos de Marzo de 2020

CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE