CUARTILLAS Y LUCIÉRNAGAS
Blog de Juan Bosco García Lozano. Espacio de escritura y lectura de textos personales y de mis autores favoritos. Os agradezco mucho vuestros comentarios sobre las cosas que voy añadiendo. No dudes en dejar el tuyo. También puedes hacerte seguidor del blog muy fácilmente pero para ello tienes que pulsar en la pestaña indicada para ello y tener tu sesión abierta en tu buscador (Google, Microsoft Edge, Opera, etc).
miércoles, 6 de julio de 2022
domingo, 1 de mayo de 2022
JUANI B. V.
A Juani B. V. se puede llegar por diferentes caminos, el de
la civilización, el de la ciencia y el de la predestinación. El resto de
tentativas las va descartando ella misma con la sutileza que tienen las hayas
al desprenderse de sus hojas y dejarlas caer sobre el contorno de su sombra. No
es una mujer corriente aunque lo parezca, ni afortunadamente alguien a quien
uno pueda llegar a acostumbrarse. La naturaleza le asignó un bellísimo cuerpo
pero equivocó el destinatario y en las ligeras arrugas que subrayan hoy su
mirada se aprecia la condescendencia de un ser que procede de un mundo raro.
Nos conocemos desde la infancia y desde entonces nuestra amistad
se ha ido ajustando a las circunstancias de cada uno. Hubo algo en ese
principio que tienen los primeros días de fiesta sobre los parques de ciudad que
nos unió para siempre. Quizá fueron los barcos sobre el estanque o tal vez la impaciencia
inherente de butaca con butaca en los cines de reestreno, el caso es que en lo
sucesivo mantuvimos vivo a través de los años un tráfico cruzado de confidencias
y descubrimientos que aún perdura.
De vez en cuando nos llamamos y paso a buscarla. En el camino
a su casa las calles y las plazas adquieren esas dimensiones distintas que otorga
el anochecer, no es que sean más largas o profundas sino que parecen entrar en
otra dimensión de espacio y tiempo, y la ciudad matinal, tan burocrática y
apresurada, se vuelve a esas horas una ciudad distinta, más culta y atractiva,
y provee a la gente y a las cosas de otras cualidades bajo las farolas. Juani me
invita a verla vestirse despacio y a cerrarle la cremallera de su vestido
mientras sujeta su melena alzando un brazo ligero como una llama que parece
trazado por un calígrafo, saborea el elegante paso de su vestido por la cadera
y sonríe a la mirada que le devuelven los espejos. Para verse las uñas recién
pintadas levanta un poco la cabeza y desliza una mirada oblicua sobre el dorsal
extendido de su mano, comprueba las cutículas y la impecable estética de su
esmalte y entonces interrumpe la conversación por un breve instante como en un
silencio musical porque esa herencia de los gestos le devuelve la compañía de
su madre. Tiene en el tocador un camafeo que mantiene siempre abierto sobre un
lecho de brotes de lavanda y en él se encuentra la única fotografía que
conserva de las dos juntas. Suspira y le deja una respuesta, la misma que le
daba en su juventud cuando los torrenciales consejos de su madre apuraban las
horas previas a salir de noche. No te preocupes, mamá.
Para leer a Juani, para llevarla bordada a tu lado y
deleitarte de su lúcida actitud ante la vida, hay que haberse visto reflejado
antes en el agua escarlata de sus palanganas y haber sofocado su cuerpo
arrinconado por el desasosiego de sus soledades intempestivas. Para que Juani
fuera posible hicieron falta muchos suspiros en salas de hospital y sobre todo
su determinación ante el cambio de rumbo en su vida, cuando decidió, en ciernes
de un destino que no deseaba, que el veredicto sobre su futuro lo debería guiar
un cirujano y no la receta de un psiquiatra. Nunca ignoré los recados de su voz
temblando en mi auricular ni ella ha querido olvidarlo. Ahora que la vida le ha
correspondido con su parcela de paz interior y éxito profesional, se muestra
generosa y reparte su alegría con quienes siempre estuvimos a su lado.
En alguna de esas tardes que quedamos para conversar le
confesé que al hacer el pedido al camarero estuve a punto de pedir tres
consumiciones en vez de dos y ella comenzó a reír. Sabía que me entendía y
liberó su risa de aquella forma tan natural que parecía que se reía en un
idioma primaveral y silvestre. No, él ya
no está conmigo, me revelaba con mucha paz. Reservaba con generosidad esos
gestos de sobremesa para los amigos más cercanos y siempre había un suave
brindis al final de los encuentros que preludiaba el placentero camino de
regreso a nuestros portales. Tal vez porque nunca hemos tenido nada sexual
entre nosotros siempre la consideré un lugar ideal donde almacenar los bocetos
de la vida que no llegué a alcanzar, ambos aprovechamos la benevolencia mutua para
hacer inventario de nuestros sueños en el velo expiatorio de la mirada del otro.
De vez en cuando ella también viene en mi rescate y cuando pasa por mi casa me
deja deliciosas muestras de su repostería y me sugiere que le deje ver los
árboles estructurales y las tramas de mis relatos. Se sienta en mi escritorio y
enciende uno de mis pitillos, delicadamente hace suya mi vida en un instante y llena
el aire con patrones de un humo como de plata pareciendo que la luz de mi flexo
la hubiera colocado un director de fotografía. Ves, se parecen, afirma, y
subraya con su lápiz de labios los párrafos que más le agradan. Tú buscas
comprender tu vida a través de la inmersión en la memoria y buceas en las mareas
de tus recuerdos, yo quise encontrar mi galería sumergida bajo del aparente
orden de mis cosas y así poder reconocerme a mí misma.
Nos vemos muy de vez en cuando porque la vida y el mar acaban
por alejar los barcos por mucho que procedan del mismo astillero pero
mantenemos la luz de nuestros faros encendida y nos reconocemos a cualquier distancia.
A menudo nos contamos nuestras expediciones por ese mundo incógnito del amor
y la seducción e incluso nos recomendamos con una gracia espontánea la forma de
evitar encuentros no deseados de la forma más disparatada posible; es nuestra
forma de arañar la atmósfera de los bares acompañados de carcajadas y buen
vino. Ahora, durante las cenas que compartimos nos contamos también lo que nos
prohíben los médicos y lo poco o mucho que falta para que yo me decida a
publicar alguno de mis escritos. Si por un momento descuido la mirada más allá
de su silueta y me pierdo… y la animada charla parece detenerse, ella infiltra
un lapicero entre mis cubiertos y se disculpa un momento para ir al lavabo
dejando sobre el mantel la alegre milicia de darme ese instante que necesito
cuando en mi cabeza anda repicando el pájaro imprevisible de la idea.
La última vez que la vi le pedí que me hablara una vez más de
los límites de nuestra lógica y de la increíble Paradoja de Teseo. Yo no
alcanzo mucho más en la comprensión de un mundo tan desmesurado pero al
escucharla hago un ejercicio mental que amplía la horma de mi imaginación y sé
que esto me conviene y tomo notas al abrigo de su conversación y su presencia.
Mientras tanto hago acopio de sus gestos y del milagro del compromiso que obtuvo
con ella misma. Un día te escribiré algo que realmente merezca la pena y creeré
que te hago inmortal entre mis historias, le dije. Era mi forma de corresponder
su evidente comprensión y paciencia con mis interminables borradores. Cuando
terminó de relatarme todo aquello quiso dejar un sabor divertido antes de
nuestra despedida. Juani siempre tiene alguna anécdota para alumbrar mi
inspiración.
Hacía tan solo unos días había aceptado la invitación a cenar
de un tipo que parecía interesante y que luego resultó ser un simplón que le
había pretendido porque según le dijo tenía la carrocería más despampanante que
había podido salir de una cadena de montaje. Me armé de valor Juan, le fui dosificando la realidad de su codiciada
pieza y le confesé que soy una mujer transexual. El muchacho enmudeció y
extravió su cuchara en el merengue de su paulova de higos y frambuesas, pasó su
dedo índice por el almidonado cuello de su camisa y por un momento pareció
encajar el envite. En pocos minutos descubrí que era uno de esos hombres en los
que lo más apasionante que les ha ocurrido se restituye con un Ibuprofeno. Entonces,
continuó, cuando las hadas habían abandonado la velada y la noche se había
convertido en un mero encuentro administrativo me mostró una preocupación
mezquina por saber a qué me dedicaba, con qué medios me ganaba la vida. Muchos
se sorprenden al conocerme por ser transexual, imagínate cuando se enteran de
que soy informática cuántica.
Juan Bosco García Lozano
Enero 2022
viernes, 5 de noviembre de 2021
UN PASEO POR COSTALITA
Durante esas tardes, de un modo casi mágico, se incorporaba al paseo del atardecer la suite número tres de J. S. Bach e inhalaba el aire de su segundo movimiento. No deseaba que en mí entrara otra cosa que no fuera armonía y pensamiento pero era inevitable que mi voluntad desembocara en los arenales que preceden al mar de la memoria. Cuando uno trata de recordar, se tornan débiles las luces que iluminan el camino de regreso. Senderos de frágiles recuerdos, imágenes de placer y dolor como pequeños cristales que deben extraerse de la tierra transitada. Al mirar hacia atrás la geografía se vuelve variable, las colinas parecen alejarse, los ríos se vuelven espejos, los valles modifican su extensión y el horizonte hace que todo parezca inalcanzable. Los pasos parecen inseguros, bajo toda esa arena del pasado quedan los restos de los distintos seres que fui enviando a resolver andanzas; soldados de amor, centinelas, cruzados de pasión, estudiantes, pretendientes, tutores, consejeros, mezquinos, bandoleros que pretendí ser alguna vez. Bajo los estratos de arena después encontramos todo; los casquillos, las espadas y las flores, arqueología emocional de fotografías y papeles embalados para una mudanza, escondidos en maletas y en los libros.
Tal es la consecuencia de cerrar una
etapa pero más fuerte aún es la osadía de los caprichos de mi escritorio que me
impulsa a seguir viviendo, a comenzar de nuevo y dejar atrás los lugares ya
baldíos que deben permanecer mínimamente iluminados para ser solo eso, memoria
y recurso. De otro modo cualquier día encontraré mi pluma adormecida en los
andamios de antiguas caligrafías. Hay que escribir, retumbaba mi conciencia, pues
la vida se consume y es necesario seguir hacia delante para dejar al menos un curioso
testamento de sucesos.
Paseaba desde hacía ya un buen trecho
cuando mis pasos se adentraron en el preludio de la noche, respiré. A medida que me adentraba en la vereda del
jardín se iban ocultando los gorriones y los mirlos más inquietos piaban el
instinto que reúne de nuevo a sus polluelos. Más arriba los cormoranes
emigraban hacia el ocaso buscando el resguardo de su noche. En esa hora tardía
de relente y perfume de azahar que sucede al retirarse la luz, comienzan a
vibrar los arcos espontáneos de las golondrinas. Su vuelo dibuja ágiles arcos
en el aire, trazos de batutas invisibles, mapas a ciegas de las cosas por
descubrir. La naturaleza renueva
incesante sus instrumentos y en la infancia de ese agua que corre por el canalillo
que la lleva hacia el estanque hay un sonido de alabanzas que adormece los
caracoles y las esencias. El camino va
sembrado de rosales e hibiscus adormecidos y las buganvillas asoman por los
muros de gaviones una curiosidad palpitante en sus copos de papel púrpura hacia
el espacio que dejan las efes y las grietas. La piedra se apacienta en su calor
residual de las horas al sol y da cobijo a salamanquesas que reproducen en sus
entrañas el curso de la savia en las acacias.
Yo no entiendo el pentagrama elevado
de las ramas ni discuto el poderoso escudo de los manglares cuando ruge el
temporal, simplemente libero mi presencia ante la evidencia del verano. Mi
asombro constituye el menor de los respetos, la admiración mínima con la que
debe corresponder un extranjero. Nunca supe dónde comenzaba a vibrar esa orquesta
silvestre que todo lo invade en Costalita pero la encontraba siempre y me
conducía hacia la orilla para decirme algo que apenas puedo concretar. Recuerdo con prontitud aquel océano azul
peinado por el viento, invoco su movimiento y surge de la nada aquel paraje
primigenio y la inmediata explosión de vapor en el renovado estreno de los
sentidos. De qué días de mi pasado vendrá el rumor que desprenden hoy las olas,
de qué lugares por los que anduve aún con el perfume amniótico de la infancia,
en qué pradera de juventud vi por primera vez el esplendor de todos esos verdes
que cubrían los límites de mi mirada y me confiaban el bello aprendizaje de los
descubrimientos. Pretendí que fuera Dios aquella abundancia de sentidos y
después supe que eran esporas, crisálidas viajeras, sol, viento, humedad y
tierra que cultivaron mi ser bajo el estruendo que requiere la primera vez que
ves el mundo.
En el breviario de todas estas cosas
me voy perdiendo voluntariamente, de pronto es noche y el contrabajo y los
batracios piden la palabra. Regreso tanteando con los pies el camino que me
devuelve a la casa donde las cosas que parecen esperarme no dan crédito a lo
que digo en mis cuadernos. Me saludan los objetos que coloqué cuidadosamente por
los rincones, inertes presencias que no saben
siquiera si son mías y tarde o temprano serán de quien me postergue o de cualquiera. Al otro lado de las paredes, de los muros,
más allá, sobre el paisaje oriental de la playa, estará surgiendo la luna
escarlata de agosto. Este sábado lentamente se me va, ya no puedo retenerlo más,
enciendo una breve luz que me hace compañía y se estremece el entorno cuando miro
de reojo mi escritorio.
Juan Bosco García Lozano
domingo, 29 de agosto de 2021
LOS VERANEANTES SE QUEJAN
Hay un rasgo de perplejidad permanente en todos los que
vivimos donde otros pasan sus vacaciones. Durante el verano, entendiéndolo como
una temporada durante la que la mayoría de las personas disfrutan de sus
periodos de descanso laboral, salen a relucir personalidades y perfiles que se
han camuflado muy bien durante el resto del año. Los visitantes llegan cargados
de maletas, familia e impaciencia. Alguno de ellos con las expectativas
demasiado altas y el buen gusto y la armonía deteriorados en las áreas de
descanso de las carreteras. Otros con billetes y poco conocimiento y los cada
vez más habituales que encuentran la compensación al resto de su vida en el
ordinario hábito de acelerar motores que apenas pueden mantener.
Cada vez hay más gente que enardece lo vulgar; lo compartido
en grupo cuanto mayor mejor. No confían en lo que les toca vivir si no lo
graban y menosprecian lo que acontece y brilla por un instante si llega en un
momento que nadie más lo advierte. En
estos tiempos existe una clase de individuos que buscan espacios naturales como
el mar o la montaña pero les sobran la arena y las abejas. Lo cierto es que a
muchos de los lugares visitados también les sobran los turistas, no hay nada
más penoso que ver a un tipo con zapatos blancos asegurarse de la hora en su
teléfono bajo el reloj del Papamoscas de la Catedral de Burgos. Pero las cosas
están así y van cada vez peor.
En general, a los turistas a tiempo comprimido les
desconcierta la capacidad que tienen los lugareños para estropear su propio
entorno. No comprenden que haya una fuente en medio de la plaza de la que no se
pueda beber por bluetooth o que el reloj de la iglesia dé solamente las horas y
no la saturación de oxígeno en la sangre de cada individuo. Tengo un amigo que
se lamentaba mucho de estas observaciones. Lo cierto es que Salvador, así se
llama, es un caso aislado de romanticismo. Lleva años tratando de combatir con
la mensajería instantánea y la para una vez que se decidió a decirle a su novia
que la quería le llevó el Whatsapp en mano junto a una rosa oculta en una guía
de Roma y recostado a duras penas en un autobús discrecional desde Santurce a
Rincón de la Victoria. Salvador es un tipo de los de antes y lamenta que su
novia se molestara por haber llegado cuando ya habían pasado dos días de las
fiestas del pueblo y que la flor que acompañaba la guía padeciera de la
tortícolis de los girasoles. No se dio ni cuenta de que la rosa marcaba la página
en la que estaba la foto de la Fontana de Trevi, me confesó desconsolado al
volver del viaje.
A lo largo de estos carísimos días de agosto que parecen
salidos del horno de una panificadora industrial, la prensa y la radio han
avivado los recuerdos de las escapadas del personal y recogen las quejas que van dejando a su
paso. Una mamá contaba airadamente que había llevado a sus dos pequeños “con
toda la ilusión del mundo” a ver los animales de una reserva -ahora llaman así
a los zoos de extrarradio- y se consideraba estafada porque los animales
estaban tristes. Al parecer uno de sus hijos le reprochó a la salida que las
lágrimas de los elefantes le habían estropeado la merienda y decididamente
redactó una reclamación por no haber visto sonreír a los paquidermos.
Las redes sociales no tardaron en divulgar que en la Costa del
Sol el personal está indignado porque al mar le ha dado por dejar en la orilla
montones de algas “que huelen fatal, como a mar, tú sabes” detallaba un mensaje.
A nada que uno sea un poco observador y
vea lo que mira, comprobará que mientras los variopintos clientes se trajinan
en las abarrotadas terrazas todo tipo de túnidos, camuflados por la industria
como atún rojo de almadraba o bonito del norte, comentan que la gestión de tal
ayuntamiento es nefasta porque en el mar hay medusas, como si lo que esperaran
de la explotación oceánica fuera que la apaisada llegada de las olas debiera
producir un acercamiento de mojitos y filetes empanados a sus toallas bajo el
auspicio de calidad y supervisión del concejal de turismo.
En medio de todo aquello se advierte que a estos visitantes
de clase veraneante hay detalles que les asombran y asienten entusiasmados
mientras fotografían todo lo que tienen alrededor convencidos del asombro posterior
de su compañero de oficina o su cuñado. Por momentos se producen situaciones
inverosímiles. Conozco un garito que
durante los meses de invierno es un taller ocupacional de artes de pesca y en
verano lo convierten en chiringuito con espectáculo. Hacen un arroz tan
amarillo que hay turistas que después de engullirlo atraviesan estados
transitorios de daltonismo y vuelven a casa sospechando que en vez de llevar a
su pareja en el coche han recogido a una autoestopista vietnamita. En días
salteados el menú de noche va ambientado con una cantante que cuenta entre
canción y canción su trayectoria artística, ella cuenta la verdad con mentiras
y cuando habla de su primer disco detalla entusiasmada que fue doble pero
oculta que lo fue por cumplir las veces de debut y despedida. El turista habla
a gritos y aplaude entusiasmado, se entrega sin dudarlo a este tipo de
propuestas estivales sin pararse a pensar si quiera que la cantante mejoraría
mucho su entonación si estuviera amordazada.
A Salvador y a mí nos queda el consuelo de saber que hay
quien sabe hacer muy bien las cosas y transforman la necedad en estilo. Hace
bien poco se dio el caso de que el alcalde de Ribadesella tuvo que advertir a
los visitantes sobre las costumbres de la aldea asturiana. Últimamente se
acumulaban las quejas en el registro del ayuntamiento y quiso ser honesto el
hombre con lo que aquel humilde y bello lugar podía ofrecerles. Aquí accede
usted asumiendo los riesgos, proclamaba, el campanario suena regularmente y los
gallos cantan temprano. Añadía que los rebaños llevan cencerro y que los
tractores que se escuchan en los “praus” trabajan para que no nos falte
alimento. Así, advertía, que si no puede soportarlo, tal vez no esté usted en
el lugar correcto.
Salvador, que tiene parientes en el norte, añora sin embargo aquél queso de Cabrales que se fermentaba antiguamente entre el estiércol de las vacas y el sabor inconfundible de las angulas que tuvo la ocasión de cenar en mi casa de Bilbao hace ya unos cuantos años. Ya no queda nada de aquello, me dijo al despedirse, ahora las cosas son Denominación de Origen y antes eran de puta madre. Pronto veremos chancletas con borlas y vestidos de noche comprados en las farmacias.
Juan Bosco García Lozano
jueves, 7 de enero de 2021
EL ROSCÓN
EL ROSCÓN
A los pocos meses de haber comenzado el romance con la que
después sería mi mujer, fui invitado a almorzar en casa de sus padres. Era mi
primera vez en la casa de su familia y de forma simultánea me enfrentaba a sentarme
a una mesa con sus padres, sus seis hermanos, parejas, abuela, tíos y sobrinos.
Preparé mi visita y días antes de aquel seis de enero encargué un magnífico
roscón de Reyes en la mejor pastelería de Bilbao, cuya entrega debería preceder
a mi llegada y de ese modo apuntalar un poco las expectativas que yo pensaba
que pudieran tener hacia el pretendiente. Lo dejé pagado y me aseguré de que lo
entregaran en el día y la hora pactados, así todo sería más fácil, especulé en
mi interior. Uno nunca entra dos veces por primera vez en la profundidad de la familia
política y suele ser conveniente que lo anteceda un mínimo detalle que acompañe
el episodio para siempre. Y así fue.
Llegó el día del almuerzo y nos presentamos en la casa con la
antelación necesaria para los protocolos. Todo fue muy cordial, los saludos,
las presentaciones y los habituales temas de conversación mezclados con las
pequeñas pruebas a las que sometían sus hermanos a quién se presentaba como
pretendiente de la joya más preciada de la familia. Yo me movía con la candidez
de quien se siente respaldado por haber llevado a cabo su infalible plan de
cortesía y aquella plácida sensación me proporcionaba cierta seguridad en los
movimientos. En cualquier momento alguien lo traería colación y yo sofocaría un
“faltaría más” que llevaba ya entonado en mi garganta, tanteando al mismo
tiempo el nudo de mi corbata y sintiéndome gratamente correspondido por todos
ellos y por mi propia eficacia. Pero
pasaban los minutos y ya entre plato y plato y entre directas e indirectas allí
nadie decía nada de mi rosco. Aproveché un momento de tumulto en el ir y venir
de platos de la cocina al comedor para susurrar al oído de mi entonces entusiasmada
novia:
- ¿No te ha dicho tu madre nada de que hayan traído algún
postre?
– No, ¿por? -Contestó mientras ambos manteníamos una nerviosa
sonrisa.
Ni siquiera ella lo sabía, era una pequeña sorpresa que
esperaba que la hubiera agradado al descubrirla. Entonces preguntó a su madre por
aquello y esta quedó pensativa creando un momento de expectación general y
respondió:
-Sí, ha venido un muchacho esta mañana y ha traído un encargo
a nombre de la familia y cuando le he dado las gracias y un pequeño aguinaldo
me ha contestado, no, señora, son cuatrocientas pesetas! Y nada, le he pagado
porque precisamente hoy no estaba muy segura de que mi postre fuera suficiente
y me venía muy bien un roscón de Reyes.
Ni que decir tiene que aquello pasó a los anales de la
familia con la misma perpetuidad que si la hubiera tallado un marmolista. El
muchacho de la pastelería no comprobó el pago previo de mi encargo y se lo
cobró de nuevo a quien iba a ser mi suegra durante veinte años y en el momento
en que estaba rodeada de sus hijos, que iban a ser mis cuñados por otros
tantos. Y así fue como inauguré mi propio jardín de las delicias y recibí el
apodo de Juan Bosco “el del rosco” por parte de mi suegro, que se ocupó de mantener
fluido un recíproco canal de socarronería con su yerno hasta que decidió
concederme el indulto muchos años después de haberme concedido la mano de su
hija.
Desde entonces, cada vez que veo un roscón con esas horribles
frutas escarchadas, me veo reflejado en ellas como el daguerrotipo de mi torpe
arrogancia y lo que menos me importa es que me toque el haba. Te tocará
pagarla, suelen decirte, pero no hay roscón en ningún domicilio que no se haya
pagado antes, ¿o sí?
Juan Bosco García Lozano
martes, 17 de noviembre de 2020
sábado, 17 de octubre de 2020
EL DESGUACE
EL DESGUACE
No hace mucho me telefoneó una amiga a la que hace tiempo que
no veo y conversamos sobre las costumbres que vamos adquiriendo a partir de los
cincuenta. Me proponía un reencuentro, hacer unas risas y asomarnos al mundo
que nos rodea. Cada vez salgo menos, le decía yo, creo que esto de salir de
noche es inversamente proporcional a lo que saliste de joven, y yo, la verdad,
no es que saliera, es que no entraba. Traté de disuadirla. Querida, mi silueta ya no lleva bien camuflarse en el desfile
de sombras justo antes que salga el sol y en mi mesilla lo imprescindible
empieza a ser el vaso de agua.
Ella me entendía y se reía de mis conclusiones, se mostraba
contraria a mi parecer, le gusta salir, bailar y disfrutar de los encuentros en
las barras de bar, intercambiar frivolidad por compañía rápida y no demasiado
comprometida. No recojo más que mentiras pero el alcohol me ayuda a volver a
casa con algo que tirar a la basura sin remordimientos, me decía. Salí poco cuando era jovencita, durante mis
veinte años construí un castillo de naipes con el palo de corazones, pero años
más tarde me sorprendió una ventisca de infidelidad que derramó todo por el
suelo y cambié mi ingenua baraja por una minifalda con tablas. Desde entonces,
no ha habido por quien mereciera la pena estrenar un nuevo tapete y ahora en
los cincuenta me conformo con que nadie se incorpore a mi común denominador y
devalúe los enteros que me quedan.
Como nos habíamos prometido mutuamente volver a vernos, propuso que fuéramos una noche a un local de
Torrelavega en el que, según ella, debía
de haber mucho ambiente. Su risa acariciaba suavemente el altavoz, percibía que
se movía por la casa tanteando cosas por aquí y por allá mientras me confiaba
esperpentos que le habían ocurrido en aquel garito. Me contaba que los hombres
nunca tienen en cuenta la precariedad de los ajuares de la Cenicienta y de
noche no ven más allá de los focos de su coche fantástico, que normalmente
vibra como una cafetera olvidada en el fuego. El truco está en que dejes
siempre el local cuando aún quede gente que revise con su mirada el relieve de
tu espalda y que jamás adviertan que te duelen los pies, decía con una picardía
inigualable. El local propuesto se llamaba “El Desguace” y francamente, no hice nada por aceptar una proposición tan
sugerente. Tal y cómo me encontraba en esos momentos sospeché que pudieran
ofrecerme el puesto de relaciones públicas. Desistí por completo y lo dejamos
para otra ocasión.
Sin embargo aquella noche y aunque fuera de otra manera, le
dediqué mi tiempo. Recordé con mucho afecto el día que la conocí años atrás en
el revistero de un aeropuerto. Descubrí su rostro al otro lado de un estante, apareció
detrás del último número que quedaba de National Geographic. La observé durante
un rato, sus compras tenían la misma coherencia que haber elegido a ciegas en
una chatarrería las piezas para componer
la turbina con la que quisieras sobrevolar el Pacífico. Su esbelta silueta
sorteaba los pasillos y bancadas como quien recorriera el paseo marítimo una
tarde de gaviotas elevada en su emoción por un resplandor lejano y accesible. En
su billete y en su vida, pensé, tienen más peso el destino y sus amigos que su
origen y su cuna. Y como de vez en cuando funciona, entablamos conversación,
nos vimos varias veces y llegó el día de
ese viaje pero nunca alcanzamos las indias. Bastaron dos años para llegar a compartir
la carcajada vertiginosa de vernos caer al vacío en mitad del océano, sin más combustible para continuar ni más tiempo que
el necesario para decidir amerizar sin causarnos daños irreversibles. Quedó una
amistad perpetua, como un río lento al que de vez en cuando regresamos y nos
acaricia la nuca y los tobillos.
En alguna otra ocasión solía llamarme para que la acompañara
a comprarse ropa. Decía que yo tenía la paciencia y el humor que ningún otro
hombre había tenido con ella en un probador. Probablemente fuera verdad. Era
una mujer muy atractiva pero apenas sabía que combinar el tono del bolso con el
calzado es lo imprescindible. Cuando entraba en las tiendas de moda se quedaba
en blanco, iba poniendo a prueba su identidad frente a los espejos colocando
vestidos y tops sobre su silueta mientras me dirigía miradas de auxilio. Mira,
decía, ¡parece que jugamos a recortables! En realidad, parecía que se probaba
las prendas pensando en si lo aprobarían terceras personas. Nunca quise
hablarle de aquello, su estado de ánimo era tan vulnerable como el peinado de
un campo de cebada. Mientras tanto, me
hablaba de que sus armarios estaban llenos de ropa pero que nunca encontraba
nada que ponerse. Yo esperaba un rato prudencial y después me deslizaba dentro
de su probador y le retocaba las prendas,
el trasero y su estima. Pero nada nos convencía, no era el sitio. Ese cuerpo
hay que envolverlo con pétalos querida, y jamás los encontrarás en una boutique
que se llame “El apaño”, le dije aquella
vez. La saqué de allí y ya en otras tiendas, en otras calles, en comercios
pequeños y encantadores conseguimos que la trucada magia de los espejos comerciales
convocara una sonrisa bajo aquellos ojos tan inseguros de sí mismos. Le gustaba
que la desafiara con una talla menor o un color más acorde con sus ojos, con su
pelo. ¡Joder, cómo te queda! ¿Lo
estrenamos aquí mismo? Le decía a voz en grito. Nos reíamos con avaricia y de pronto surgía
como de la nada un torbellino perpendicular y luminoso que convertía en alta
costura todo aquel muestrario que yacía inabordable alrededor de sus piernas
desnudas.
Después de aquello, un día me llamó para compartir un
desayuno y confidencias. Un tipo que había quedado con ella le dejó caer que
aquella noche lucía un conjunto precioso. Hubiera sido una velada perfecta
Juan, si no llega a ser porque al despedirse de madrugada descargó un apresurado
cumplido sobre mi pintalabios y descubrí que ese hombre era daltónico.
Me reconfortó comprobar que sus carcajadas sobrepasaban
cualquier abatimiento. Después caminamos juntos durante un espacio de tiempo
indefinido antes que nuestras agendas nos separaran de nuevo. Aquel paseo fue
también un retorno a ese paraíso perdido que había sido el colofón del siglo XX
y que habíamos compartido alguna vez, como compartimos también dos cafés y los
números de teléfono aquella madrugada en el aeropuerto.
Juan Bosco García
Lozano Octubre, 2020
CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE
-
CALLE MELANCOLÍA, JOAQUIN SABINA
-
MIEDO, RAYMOND CARVER
-
HUYE HACIA LOS BOSQUES, ALFONSINA STORNI