viernes, 5 de noviembre de 2021

UN PASEO POR COSTALITA

UN PASEO POR COSTALITA 


Así pasaron mis últimos días junto a la playa de la Torre de Saladillo, días en los que el pasado y el futuro se solapaban sobre mis hombros como lanzados por un tirador de cartas.  Durante el irreversible paso de aquellos días en que apenas lograba conciliar el sueño, comparecían a mi alrededor los protagonistas de las secuencias de los años allí vividos. Como en un Hollywood de andar por casa, cada uno de ellos se aparecía con los ropajes que llevaron en algún momento determinado y que inconscientemente guardé en mi retina. El sueño me iba llegando  con una mezcla de cansancio y el leve dulzor de sus comparecencias. Un sueño que adoptaba formas marítimas, breves y azules, tan pronto calmosas como indolentes. Era el final de una vida dentro de la vida, había comprendido que, llegado el momento de abandonar aquella casa, debería dejarla con las ventanas abiertas para que todos ellos pudieran unirse al impulso de las corrientes y desvanecerse llevando en su intimidad la libre interpretación de haberme conocido.

Durante esas tardes, de un modo casi mágico, se incorporaba al paseo del atardecer la suite número tres de J. S. Bach e inhalaba el aire de su segundo movimiento. No deseaba que en mí entrara otra cosa que no fuera armonía y pensamiento pero era inevitable que mi voluntad desembocara en los arenales que preceden al mar de la memoria. Cuando uno trata de recordar, se tornan débiles las luces que iluminan el camino de regreso. Senderos de frágiles recuerdos, imágenes de placer y dolor como pequeños cristales que deben extraerse de la tierra transitada. Al mirar hacia atrás la geografía se vuelve variable, las colinas parecen alejarse, los ríos se vuelven espejos, los valles modifican su extensión y el horizonte hace que todo parezca inalcanzable. Los pasos parecen inseguros, bajo toda esa arena del pasado quedan los restos de los distintos seres que fui enviando a resolver andanzas; soldados de amor, centinelas, cruzados de pasión, estudiantes, pretendientes, tutores, consejeros, mezquinos, bandoleros que pretendí ser alguna vez. Bajo los estratos de arena después encontramos todo; los casquillos, las espadas y las flores, arqueología emocional de fotografías y papeles embalados para una mudanza, escondidos en maletas y en los libros.

Tal es la consecuencia de cerrar una etapa pero más fuerte aún es la osadía de los caprichos de mi escritorio que me impulsa a seguir viviendo, a comenzar de nuevo y dejar atrás los lugares ya baldíos que deben permanecer mínimamente iluminados para ser solo eso, memoria y recurso. De otro modo cualquier día encontraré mi pluma adormecida en los andamios de antiguas caligrafías. Hay que escribir, retumbaba mi conciencia, pues la vida se consume y es necesario seguir hacia delante para dejar al menos un curioso testamento de sucesos.

Paseaba desde hacía ya un buen trecho cuando mis pasos se adentraron en el preludio de la noche, respiré.  A medida que me adentraba en la vereda del jardín se iban ocultando los gorriones y los mirlos más inquietos piaban el instinto que reúne de nuevo a sus polluelos. Más arriba los cormoranes emigraban hacia el ocaso buscando el resguardo de su noche. En esa hora tardía de relente y perfume de azahar que sucede al retirarse la luz, comienzan a vibrar los arcos espontáneos de las golondrinas. Su vuelo dibuja ágiles arcos en el aire, trazos de batutas invisibles, mapas a ciegas de las cosas por descubrir.  La naturaleza renueva incesante sus instrumentos y en la infancia de ese agua que corre por el canalillo que la lleva hacia el estanque hay un sonido de alabanzas que adormece los caracoles y las esencias.  El camino va sembrado de rosales e hibiscus adormecidos y las buganvillas asoman por los muros de gaviones una curiosidad palpitante en sus copos de papel púrpura hacia el espacio que dejan las efes y las grietas. La piedra se apacienta en su calor residual de las horas al sol y da cobijo a salamanquesas que reproducen en sus entrañas el curso de la savia en las acacias.

Yo no entiendo el pentagrama elevado de las ramas ni discuto el poderoso escudo de los manglares cuando ruge el temporal, simplemente libero mi presencia ante la evidencia del verano. Mi asombro constituye el menor de los respetos, la admiración mínima con la que debe corresponder un extranjero. Nunca supe dónde comenzaba a vibrar esa orquesta silvestre que todo lo invade en Costalita pero la encontraba siempre y me conducía hacia la orilla para decirme algo que apenas puedo concretar.  Recuerdo con prontitud aquel océano azul peinado por el viento, invoco su movimiento y surge de la nada aquel paraje primigenio y la inmediata explosión de vapor en el renovado estreno de los sentidos. De qué días de mi pasado vendrá el rumor que desprenden hoy las olas, de qué lugares por los que anduve aún con el perfume amniótico de la infancia, en qué pradera de juventud vi por primera vez el esplendor de todos esos verdes que cubrían los límites de mi mirada y me confiaban el bello aprendizaje de los descubrimientos. Pretendí que fuera Dios aquella abundancia de sentidos y después supe que eran esporas, crisálidas viajeras, sol, viento, humedad y tierra que cultivaron mi ser bajo el estruendo que requiere la primera vez que ves el mundo.

En el breviario de todas estas cosas me voy perdiendo voluntariamente, de pronto es noche y el contrabajo y los batracios piden la palabra. Regreso tanteando con los pies el camino que me devuelve a la casa donde las cosas que parecen esperarme no dan crédito a lo que digo en mis cuadernos. Me saludan los objetos que coloqué cuidadosamente por los rincones, inertes presencias que  no saben siquiera si son mías y tarde o temprano serán de quien me postergue o de cualquiera.  Al otro lado de las paredes, de los muros, más allá, sobre el paisaje oriental de la playa, estará surgiendo la luna escarlata de agosto. Este sábado lentamente se me va, ya no puedo retenerlo más, enciendo una breve luz que me hace compañía y se estremece el entorno cuando miro de reojo mi escritorio.

                                                                                        Juan Bosco García Lozano


domingo, 29 de agosto de 2021

LOS VERANEANTES SE QUEJAN

LOS VERANEANTES SE QUEJAN

Hay un rasgo de perplejidad permanente en todos los que vivimos donde otros pasan sus vacaciones. Durante el verano, entendiéndolo como una temporada durante la que la mayoría de las personas disfrutan de sus periodos de descanso laboral, salen a relucir personalidades y perfiles que se han camuflado muy bien durante el resto del año. Los visitantes llegan cargados de maletas, familia e impaciencia. Alguno de ellos con las expectativas demasiado altas y el buen gusto y la armonía deteriorados en las áreas de descanso de las carreteras. Otros con billetes y poco conocimiento y los cada vez más habituales que encuentran la compensación al resto de su vida en el ordinario hábito de acelerar motores que apenas pueden mantener.

Cada vez hay más gente que enardece lo vulgar; lo compartido en grupo cuanto mayor mejor. No confían en lo que les toca vivir si no lo graban y menosprecian lo que acontece y brilla por un instante si llega en un momento que nadie más lo advierte.  En estos tiempos existe una clase de individuos que buscan espacios naturales como el mar o la montaña pero les sobran la arena y las abejas. Lo cierto es que a muchos de los lugares visitados también les sobran los turistas, no hay nada más penoso que ver a un tipo con zapatos blancos asegurarse de la hora en su teléfono bajo el reloj del Papamoscas de la Catedral de Burgos. Pero las cosas están así y van cada vez peor.

En general, a los turistas a tiempo comprimido les desconcierta la capacidad que tienen los lugareños para estropear su propio entorno. No comprenden que haya una fuente en medio de la plaza de la que no se pueda beber por bluetooth o que el reloj de la iglesia dé solamente las horas y no la saturación de oxígeno en la sangre de cada individuo. Tengo un amigo que se lamentaba mucho de estas observaciones. Lo cierto es que Salvador, así se llama, es un caso aislado de romanticismo. Lleva años tratando de combatir con la mensajería instantánea y la para una vez que se decidió a decirle a su novia que la quería le llevó el Whatsapp en mano junto a una rosa oculta en una guía de Roma y recostado a duras penas en un autobús discrecional desde Santurce a Rincón de la Victoria. Salvador es un tipo de los de antes y lamenta que su novia se molestara por haber llegado cuando ya habían pasado dos días de las fiestas del pueblo y que la flor que acompañaba la guía padeciera de la tortícolis de los girasoles. No se dio ni cuenta de que la rosa marcaba la página en la que estaba la foto de la Fontana de Trevi, me confesó desconsolado al volver del viaje.

A lo largo de estos carísimos días de agosto que parecen salidos del horno de una panificadora industrial, la prensa y la radio han avivado los recuerdos de las escapadas del personal  y recogen las quejas que van dejando a su paso. Una mamá contaba airadamente que había llevado a sus dos pequeños “con toda la ilusión del mundo” a ver los animales de una reserva -ahora llaman así a los zoos de extrarradio- y se consideraba estafada porque los animales estaban tristes. Al parecer uno de sus hijos le reprochó a la salida que las lágrimas de los elefantes le habían estropeado la merienda y decididamente redactó una reclamación por no haber visto sonreír a los paquidermos.  

Las redes sociales no tardaron en divulgar que en la Costa del Sol el personal está indignado porque al mar le ha dado por dejar en la orilla montones de algas “que huelen fatal, como a mar, tú sabes” detallaba un mensaje.  A nada que uno sea un poco observador y vea lo que mira, comprobará que mientras los variopintos clientes se trajinan en las abarrotadas terrazas todo tipo de túnidos, camuflados por la industria como atún rojo de almadraba o bonito del norte, comentan que la gestión de tal ayuntamiento es nefasta porque en el mar hay medusas, como si lo que esperaran de la explotación oceánica fuera que la apaisada llegada de las olas debiera producir un acercamiento de mojitos y filetes empanados a sus toallas bajo el auspicio de calidad y supervisión del concejal de turismo.

En medio de todo aquello se advierte que a estos visitantes de clase veraneante hay detalles que les asombran y asienten entusiasmados mientras fotografían todo lo que tienen alrededor convencidos del asombro posterior de su compañero de oficina o su cuñado. Por momentos se producen situaciones inverosímiles.  Conozco un garito que durante los meses de invierno es un taller ocupacional de artes de pesca y en verano lo convierten en chiringuito con espectáculo. Hacen un arroz tan amarillo que hay turistas que después de engullirlo atraviesan estados transitorios de daltonismo y vuelven a casa sospechando que en vez de llevar a su pareja en el coche han recogido a una autoestopista vietnamita. En días salteados el menú de noche va ambientado con una cantante que cuenta entre canción y canción su trayectoria artística, ella cuenta la verdad con mentiras y cuando habla de su primer disco detalla entusiasmada que fue doble pero oculta que lo fue por cumplir las veces de debut y despedida. El turista habla a gritos y aplaude entusiasmado, se entrega sin dudarlo a este tipo de propuestas estivales sin pararse a pensar si quiera que la cantante mejoraría mucho su entonación si estuviera amordazada.

A Salvador y a mí nos queda el consuelo de saber que hay quien sabe hacer muy bien las cosas y transforman la necedad en estilo. Hace bien poco se dio el caso de que el alcalde de Ribadesella tuvo que advertir a los visitantes sobre las costumbres de la aldea asturiana. Últimamente se acumulaban las quejas en el registro del ayuntamiento y quiso ser honesto el hombre con lo que aquel humilde y bello lugar podía ofrecerles. Aquí accede usted asumiendo los riesgos, proclamaba, el campanario suena regularmente y los gallos cantan temprano. Añadía que los rebaños llevan cencerro y que los tractores que se escuchan en los “praus” trabajan para que no nos falte alimento. Así, advertía, que si no puede soportarlo, tal vez no esté usted en el lugar correcto.

Salvador, que tiene parientes en el norte, añora sin embargo aquél queso de Cabrales que se fermentaba antiguamente entre el estiércol de las vacas y el sabor inconfundible de las angulas que tuvo la ocasión de cenar en mi casa de Bilbao hace ya unos cuantos años. Ya no queda nada de aquello, me dijo al despedirse, ahora las cosas son Denominación de Origen y antes eran de puta madre. Pronto veremos chancletas con borlas y vestidos de noche comprados en las farmacias.

                                                                                    Juan Bosco García Lozano

jueves, 7 de enero de 2021

EL ROSCÓN

EL ROSCÓN 

EL ROSCÓN

A los pocos meses de haber comenzado el romance con la que después sería mi mujer, fui invitado a almorzar en casa de sus padres. Era mi primera vez en la casa de su familia y de forma simultánea me enfrentaba a sentarme a una mesa con sus padres, sus seis hermanos, parejas, abuela, tíos y sobrinos. Preparé mi visita y días antes de aquel seis de enero encargué un magnífico roscón de Reyes en la mejor pastelería de Bilbao, cuya entrega debería preceder a mi llegada y de ese modo apuntalar un poco las expectativas que yo pensaba que pudieran tener hacia el pretendiente. Lo dejé pagado y me aseguré de que lo entregaran en el día y la hora pactados, así todo sería más fácil, especulé en mi interior. Uno nunca entra dos veces por primera vez en la profundidad de la familia política y suele ser conveniente que lo anteceda un mínimo detalle que acompañe el episodio para siempre. Y así fue.

Llegó el día del almuerzo y nos presentamos en la casa con la antelación necesaria para los protocolos. Todo fue muy cordial, los saludos, las presentaciones y los habituales temas de conversación mezclados con las pequeñas pruebas a las que sometían sus hermanos a quién se presentaba como pretendiente de la joya más preciada de la familia. Yo me movía con la candidez de quien se siente respaldado por haber llevado a cabo su infalible plan de cortesía y aquella plácida sensación me proporcionaba cierta seguridad en los movimientos. En cualquier momento alguien lo traería colación y yo sofocaría un “faltaría más” que llevaba ya entonado en mi garganta, tanteando al mismo tiempo el nudo de mi corbata y sintiéndome gratamente correspondido por todos ellos y por mi propia eficacia.  Pero pasaban los minutos y ya entre plato y plato y entre directas e indirectas allí nadie decía nada de mi rosco. Aproveché un momento de tumulto en el ir y venir de platos de la cocina al comedor para susurrar al oído de mi entonces entusiasmada novia:

- ¿No te ha dicho tu madre nada de que hayan traído algún postre?

– No, ¿por? -Contestó mientras ambos manteníamos una nerviosa sonrisa.

Ni siquiera ella lo sabía, era una pequeña sorpresa que esperaba que la hubiera agradado al descubrirla. Entonces preguntó a su madre por aquello y esta quedó pensativa creando un momento de expectación general y respondió:

-Sí, ha venido un muchacho esta mañana y ha traído un encargo a nombre de la familia y cuando le he dado las gracias y un pequeño aguinaldo me ha contestado, no, señora, son cuatrocientas pesetas! Y nada, le he pagado porque precisamente hoy no estaba muy segura de que mi postre fuera suficiente y me venía muy bien un roscón de Reyes.

Ni que decir tiene que aquello pasó a los anales de la familia con la misma perpetuidad que si la hubiera tallado un marmolista. El muchacho de la pastelería no comprobó el pago previo de mi encargo y se lo cobró de nuevo a quien iba a ser mi suegra durante veinte años y en el momento en que estaba rodeada de sus hijos, que iban a ser mis cuñados por otros tantos. Y así fue como inauguré mi propio jardín de las delicias y recibí el apodo de Juan Bosco “el del rosco” por parte de mi suegro, que se ocupó de mantener fluido un recíproco canal de socarronería con su yerno hasta que decidió concederme el indulto muchos años después de haberme concedido la mano de su hija.

Desde entonces, cada vez que veo un roscón con esas horribles frutas escarchadas, me veo reflejado en ellas como el daguerrotipo de mi torpe arrogancia y lo que menos me importa es que me toque el haba. Te tocará pagarla, suelen decirte, pero no hay roscón en ningún domicilio que no se haya pagado antes, ¿o sí?

Juan Bosco García Lozano


CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE