martes, 4 de febrero de 2020

EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE


EL HOMBRE DEL TIEMPO Y LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE


Me pregunto por qué al hombre del tiempo le dejan tan poco de lo suyo. Ocurre que cuando le veo dar el parte a semejante velocidad cojo instintivamente el teléfono por si tengo que marcar el 112 para solicitarle asistencia de reanimación. Son minutos muy estresantes, da la sensación de que se le escapa el metro y en la penumbra del estudio le esperan su mujer y sus hijos para volver a casa. Además, me pone un poco nervioso porque a pesar de ser muy amable y considerado a la hora de repartir las temperaturas bajo cero en una España hoy en día tan reaccionaria, le queda muy justa la chaqueta y da la impresión de que le falta el aire también. Debe ser que en su contrato de trabajo el ajuste contempla todos los ámbitos de su actividad. También hay una mujer del tiempo, no recuerdo bien en qué cadena, que parece moverse por el plató llevada por algún viento sobre su melena, hacia donde va su melena allá va ella cándida y predispuesta como una planta rodante del desierto. Me hace mucha gracia verla tan sujeta a su figura, tan entregada a su trabajo y erguida ante la crueldad de las imágenes que en televisión convierten cualquier kilo extra en una riñonera. Sospecho que en ocasiones, y por aquello del rigor de las audiencias del medio, más que bien arreglada la presentadora accede a comparecer envasada al vacío.  En definitiva siempre me ha parecido que el parte meteorológico se incrusta en el final de los informativos como medida de distracción hacia los espectadores por los desastres detallados en las secciones anteriores. Nos cambian el objeto del pensamiento como el trilero mueve la bolita de un cubilete a otro sin que nos demos cuenta.
Yo de pequeño, es decir, cuando comencé a ser niño, quería ser astronauta. Más que una vocación era en realidad una lucha interna por ser cualquier cosa que no fuera yo y sobre todo que llevara casco y visor burbuja. Había días que quería alcanzar diez profesiones distintas y cuando llegaba la noche me acostaba con un agotamiento tal que  ponía la cabeza sobre la almohada deseando que se convirtiera en un borrador. Un tiempo después supe que también había otros caminos llamados vocación y me liberé en gran medida de esos primigenios episodios de estrés. Total que aquel día quería ser astronauta, y aunque mi imaginación y anhelos por aventuras y viajes se ajustaban perfectamente al curriculum necesario para el puesto tenía un problema, o mejor dicho, me sobraban los problemas. El caso es que del libro de matemáticas me estorbaba lo negro. El mundo de las matemáticas marcó verdaderamente un antes y un después en mi vida. Todo fue bien, más o menos, hasta que llegaron el álgebra y los logaritmos. ¿Cómo entender que una variable estaba en función de otra? Por momentos creí que se trataba de un complot a mi inteligencia y lo atribuí a un plan oculto para ir descartando individuos que osaran solicitar plaza en la escuela de ingenieros. Allí perdí el control de mis estudios a la vez que me refugié en las letras que al fin y al cabo admitían varias interpretaciones y si eras lo suficientemente original en tus comentarios de texto podías llegar a salvar un examen. 
En una ocasión, durante el bachillerato, me tocó un texto de Schopenhauer, yo andaba un poco perdido en aquel momento por cuestiones que ya contaré en otra ocasión y no llevaba bien preparado al alemán. Afortunadamente deduje de su texto un pesimismo visceral hacia todo lo que se movía. Dediqué unos minutos a tragar toda la saliva que pude y me zambullí en el comentario. Relacioné el texto del filósofo con la imprevista experiencia que había vivido la tarde anterior cuando bajé al Casco Viejo a comprarme unas zapatillas para gimnasia y me vi envuelto en un brutal enfrentamiento entre la policía nacional y los cándidos manifestantes que formaban parte del mobiliario urbano de la villa durante aquellos años. El Arenal era como una galería de  lienzos de Ferrer-Dalmau durante aquellas contiendas. Nunca llegué a la zapatería Urra donde me aguardaban mis flamantes zapatillas Paredes,  pero horas más tarde me encontraba refugiado en un bar de Barrenkalle escuchando el último disco de Kortatu, muy edificante por cierto,  y me flanqueaban dos amigas del “Kolectibo Radikal Emakume Askeak”, algo así como el Colectivo Radical de las Mujeres Libres. Lo pasamos en grande, cuanto más me solidarizaba con la causa más tubos de cerveza aparecían a mi alcance. Si bien, yo no dejaba de mantener el gesto de preocupación absoluta por las consignas del “kolectibo”, no fuera que aquello terminara como el rosario de la aurora       -que por cierto nunca he sabido cómo terminó- y con las consignas y las birras fuimos haciendo una ensalada mental en la que cada uno aportaba los din-dan de las campanas que había escuchado alguna vez y a su manera. De la ensalada pasamos al kalimotxo, después arreglamos un poco el consistorio bilbaíno, destituimos  a varios concejales, declaramos gratuitos múltiples servicios públicos e inauguramos nuevos espacios culturales sin olvidar la filosofía del jodido Schopenhauer, a quien dedicamos una plaza con fuente de tres caños dedicados a Kant, Platón y Spinoza. El episodio fue agotador y acabó entrada ya la noche. Al día siguiente me encontré en el patio del colegio excusando mi falta de uniformidad en la hora de gimnasia y rogando que no hubieran vendido el único par del 43 que quedaba en la zapatería.
Aquella vivencia le quedaba al comentario de texto como la camiseta del Athletic de Bilbao al apóstol Santiago, pero lo relacioné como pude y expuse el sentimiento pesimista de un joven ciudadano que huye de unos y de otros a través de calles empapadas de golpes y sirenas para acabar solidarizándose con un colectivo marginado a cambio de que le sacien la sed después de las carreras. Debí mostrar tal profundidad en el pesimismo causado por quedarme sin las zapatillas que días después el profesor me llamó a parte y me sugirió que considerara someterme a un  psicoanálisis o hablar con mis padres seriamente sobre mi exposición académica. – Bosco, ¿Progresas adecuadamente o necesitas un psicólogo?, me dejó caer.
Salí del paso diciéndole que en unos días teníamos prevista la visita de un familiar que trabajaba como comentarista del tiempo en una publicación bimensual y que dada su indiscutible amplitud de miras y objetividad para tal cometido se trataba de la persona idónea para reconducir mis tribulaciones entre la filosofía y la meteorología. Fue un buen trato pero de nada sirvió. El siguiente comentario de texto consistió en un pasaje de Valle-Inclán y lo bordé mirando de reojo la costura verde de mis flamantes zapatillas con las que había disfrutado la tarde anterior un maravilloso episodio emocional casi casi extraído de su Sonata de Primavera.
JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

¡TRATA DE ARRANCARLO, JUAN!




¡TRATA DE ARRANCARLO, JUAN!


Este mediodía, en el bar donde acostumbro a reflexionar unos minutos antes de volver a casa, dos tipos hablaban de que por lo visto Carlos Sainz ya había ganado dos o tres veces el Dakar, no se ponían muy de acuerdo. Lo comentaban caña en mano y servilleta al suelo ante un televisor mudo, en un bar invadido de impactos de tazas, platillos y cucharillas  de café y marchandos de todo tipo. Al parecer lo ha logrado conduciendo un Mini, lo cual me ha devuelto una sonrisa íntima y profunda al recordar mis años y aventuras al volante del Mini que tuve la suerte de disfrutar en mi juventud. Yo también lo he ganado, pensé, en alguna o ninguna ocasión. Al fin y al cabo la duda de aquellos tipos se reducía a un trofeo más o menos y la mía también.


Sainz ha ganado su tercer Dakar en Arabia Saudita. Es curioso que se pueda ganar un rallye bajo un topónimo que está a siete mil kilómetros y por el que no se transita. Al parecer el trofeo arrastra ese nombre por el mundo después de tener que abandonarlo por la hostilidad que creaba en los territorios que lo recorría en su origen. Aunque pensándolo bien, este año la Supercopa de España, de fútbol, también se ha celebrado en Arabia Saudita, no sé qué tienen esos pocitos negros que nos vuelven locos, ay! que nos vuelven locos!  Algo se está desfocalizando en el mundo del deporte y en otros mundos también.  Por un momento he imaginado que llevados por este frenesí de traslación se podría celebrar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible en Las Vegas y La Cumbre Internacional de Parrilleros en Etiopía. Esta originalidad no se sabe bien de donde viene pero tal vez de resultados y por mi cuenta voy a comenzar por dar una conferencia sobre astrofísica en la Asociación de Sordomudos de la Serranía de Ronda, al menos lograré la turbia ambición  de ser incuestionable por una vez en la vida.
El caso es que las imágenes del Dakar Rallye 2020 han despertado mi atención y he observado el “Mini” que llevaba el piloto español. Si eso es un Mini al uso y costumbre del ciudadano de a pie, entonces mi automóvil debe ser para ellos un coche de Scalextric. El espíritu del Mini en su época era menudo y discreto, capaz de entrar en cualquier hueco y ser eficaz en el saturado tráfico de las ciudades. Ese monstruo que pilota Sainz es capaz de arrasar un poblado sin inmutarse, va dejando surcos como encías dolorosas allá por donde pasa. Contemplando ese poder sobre ruedas el mismo Atila no hubiese deseado pasar de ser un mero aguador entre los nómadas.

Hay que reconocer que ese rallye debe ser durísimo y que requiere una preparación fuera de lo común para el esfuerzo que supone no ya ganarlo, sino terminarlo de la manera que sea, y por mucho X-raid Mini John Cooper Works Buggy que lleves bajo tu culo la empresa tiene que ser laboriosa. Pero yo también tuve mi rallye con mi modesto Mini 850 y si bien no me hice un Arabia Saudita, en alguna ocasión llevé a mi grupo de rock desde Bilbao a algún pueblo para dar algún concierto. Cinco componentes, una batería, bafles, pedales, micros, guitarras, etc…. daban mucha prestancia metidos en un Mini en aquellos tiempos y si quedaba algún hueco lo llenábamos con humo verde del Rif. Íbamos tan apretados que al bajarnos teníamos que reconocer en voz alta quien era el cantante y quién tocaba el bajo y la batería.  No ganamos nunca un trofeo pero en una ocasión nos pagaron mil pesetas y aprovechando la euforia colectiva apalabramos un contrato para ambientar una boda la semana siguiente en un restaurante de Lujua. Allí continuó nuestro éxito pues el padre de la novia nos invitó a barra libre con tal de tenernos ocupados y dejar de tocar aquella música infernal. Y es que cuando nos contrataron olvidaron comentar los detalles del repertorio y nos arrancamos con una versión de “Smoke on the wáter” de Deep Purple.


Si el Mini de Sainz son trescientos cincuenta caballos galopando sobre cualquier superficie y capaces de volar levantando espectaculares alas de arena y admiración, el mío era el ferrocarril de la Robla con sus vagones cargaditos de carbón y de quimeras, que poco a poco nos llevó a través de un sueño irrepetible al que si no fuera porque le traicionaba el radiador hubiéramos llegado a cumplir el sueño de tocar en el Madison Square Garden. Pero una tarde fallamos a la cita, el termostato del Mini no pudo más y nos dejó tirados subiendo un puerto que le llamaban el de la Chincheta. Mis colegas de la banda me gritaban ¡Trata de arrancarlo Juan, por dios!, ¡Trata de arrancarlo!... y no pude. Allí decidí que mi futuro como batería y chofer había concluido y que me dedicaría a la música de otro modo, dejando de intentar de una vez por todas que en mi carnet de identidad pusiera que había nacido en Memphis.

                                                              JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO        

EL OJO DÍSCOLO



EL OJO DÍSCOLO


Empiezo a creer que tengo un ojo díscolo. No se lleva del todo bien con el resto de órganos de mi cuerpo y se manifiesta a su aire cuando le viene en gana. Observo que de vez en cuando llora solo. Suele hacerlo sobre todo cuando leo acostado sobre la cama. Intento seguir pero mi lacrimal supura una acuosidad cada vez más urticante y al final me tengo que dar por vencido y cerrar el libro. Debe de ser que no le gusta lo que leo o que cree que ya he leído lo suficiente y se rebela para que pase el relevo al sentido del oído y encienda la radio de una vez y lo deje descansar.
Una amiga me sugería la otra tarde que quizá cuando estoy en tendido supino el conducto lacrimal se obstruye de alguna manera y que es por eso que el ojo se seca y protesta al modo de grifo de jardín, que siempre gotean aunque no funcionen. Me dio una segunda opción relacionada con que paso muchas horas frente a pantallas luminosas, que mi ojo bien pudiera tener genética decimonónica y no se adapte a las nuevas tecnologías. -¿Y el otro? Me pregunté.  Yo veo igual por los dos pero pensándolo bien alguna vez he notado que cuando visito un museo y ante ciertas obras clásicas mi rostro se pone instintivamente un poco de lado y parece que ese ojo se interesa más por el lienzo que el otro.  Tal vez sea así pero yo creo que hay alguna razón más y no doy con ella. He probado a cambiar de lecturas, una noche cuando empecé a notar los síntomas cambié de libro rápidamente y traté de sorprenderle con un estudio sobre patologías oftalmológicas pero tampoco dio resultado. No respondió a mi deferencia.  La cosa se puso peor todavía y pensé que le había provocado una mayor irritación por invadir su intimidad. Dejé de leer, apagué la luz y cerré los ojos.  Sentí un alivio casi inmediato y me dejé llevar hacia el sueño por esa suave trenza que van tejiendo las ondas de radio,  mis pensamientos y las estrellas en mi ventana.
El caso es que creo que el ojo en cuestión está estableciendo una alianza con algún otro órgano de mi cuerpo. Hay cosas que me duelen según la hora que sea y otras son dolencias son estacionales. Por ejemplo, me duele la rodilla derecha cuando empieza el invierno y la cadera cuando estamos en verano. El pelo se me cae en octubre y la tensión me sube más en otoño. De jovencito siempre tenía otitis a finales del verano y me daban vahídos exponenciales según se aproximaban los exámenes de junio. Empiezo a creer que hay una correspondencia clandestina entre todas ellas, una especie de complot pluripatológico, y no doy con el factor que las relacione de esa manera. Cuando se lo cuento a mi médico de cabecera me mira como si la cadencia de mis dolencias no hubiera sido observada nunca por la medicina en general y termina la consulta ofreciéndome llamar a un taxi para volver a casa.  -Eres lo que comes, come bien.   Me dice al despedirnos.  Es una frase que he ido encontrando a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y he reflexionado sobre ella dando cuenta de un buen pincho de tortilla o admirando la bellísima estructura vegetal de una coliflor que me disponía a hervir a continuación con agua, un chorrito de aceite de oliva, poca sal y  una pizca de propósito de enmienda.  
En la radio hablan frecuentemente de nutrición y como de momento no se queja ninguno de los dos oídos internos pues la escucho muy a menudo.  Yo pongo mucho interés en lo que escucho, de hecho algunos temas me provocan insomnio intelectual, que es como el normal pero te sientes enriquecido y te importa menos. Sin embargo, a la mañana siguiente no recuerdo casi nada y cuando en estado de semiinconsciencia abro el frigorífico para sacar la leche semidesnatada y observo de reojo la lechuga biológica, esta me parece un mal boceto de un suculento rodaballo salvaje. Hoy todo producto tiene apellido y de esto habla mucho un locutor nutricionista que es muy estricto y según sus directrices debemos controlar todo lo que ingerimos y el modo en que lo cocinamos de un modo extremo.
No siempre estoy de acuerdo con él. Hay que cuidarse pero también debemos disfrutar de algunos platos por el puro placer de lo bien que están preparados y la cohesión que proporcionan en la mesa. Y es que,  ¿a quién le puede sentar mal un buen cocido preparado en su casa? Al fin y al cabo, sus sacramentos son los que han conseguido perdurar por más tiempo en la tradición familiar. De hecho, mi madre ha retirado ya más fotos de boda del salón de su casa que ingredientes de las alubias de Tolosa. – Google me ha sugerido una actualización de mi álbum de fotos. Me dijo recientemente. Y es que ya solo queda un matrimonio en pie y hay recetas que son intocables por la paz y el bien de la familia. Es lo que tienen ochenta y tantos años de sabiduría.
La felicidad compartida en una mesa es tan importante como la dietética y en ocasiones he encontrado trazas de felicidad en las empanadillas de bonito con tomate que encuentro a media tarde en la cocina. No concibo  del todo saludable alimentarse casi a diario de acelgas con brócoli y pan integral, pueden convertir una mesa en un escenario algo triste y compungido en el que todos acaben por aliviar internamente una especie de adulterio alimenticio que como casi todos los adulterios, acaba por llevarte a ninguna parte.
El caso es que es ese ojo precisamente el que se fija en las etiquetas. Lo noto cuando voy al supermercado y ante los pasillos de las tentaciones se me pone la mirada del Dioni. Es como si hubiera un cambio de agujas ante mi voluntad; un carril que va hacia lo sano y natural y otro directo como un expreso hacia los quesos y embutidos. Sufro como un desdoblamiento de personalidad y acabo por compensar el carro de la compra con pecados veniales y queso de Burgos. Es un ojo rebelde este, inadaptado a mis circunstancias. Creo que voy a probar a llevarlo tapado cuando voy a la compra, tal vez así consiga por las noches leer de un tirón todo lo que yo quiera con un ojo díscolo bien descansado.
                                                                            Juan Bosco García Lozano

SIENTE TU HOGAR

SIENTE TU HOGAR


En estos tiempos hacer la compra ha dejado de ser un trabajo doméstico más y ha pasado a ser todo un ejercicio de premeditación y supervivencia. Creo que voy a comenzar a ir al hipermercado con sedantes y un equipo de explorador. Ya no basta con llevar un papelito con la lista de la compra, ahora todo es mucho más complejo y te ves envuelto en una especie de gymcana que pone a prueba tu resistencia y economía al mismo tiempo.
Hace bien poco me tocó cambiar de lavadora, la que tenía comenzaba a despertar interés entre los coleccionistas. Recuerdo alguna madrugada que me iba a leer junto a ella para que se animara a cumplir bien el centrifugado. Era una Corberó del siglo pasado que se movía tanto que alguna vez me la crucé por el pasillo y con los años le cogí incluso algo de afecto. Pero una noche desperté de un sueño en el que aparecía junto a mis hijos en el libro de familia y decidí sustituirla inmediatamente.  
Nunca pensé que pudiera haber tantos modelos de ese electrodoméstico en un centro comercial. Pasé por delante de ellas como quien pasa revista al estado de las filas en un cuartel. Todas con un aspecto formidable, alineadas como para la pasarela Cibeles y con unos diseños tan modernos que solo les faltaba llevar carmín en la boca de carga. Comencé a descartar las de mayor precio y luego me centré en sus cualidades. Ahora las lavadoras llevan en la solapa etiquetas con sus especificaciones como si portaran la condecoración Laureada de San Fernando o El Mérito Civil. Al cabo, necesité asistencia. Alguna de ellas ofrecía como reclamo atribuciones del tipo “Motor digital inverter”, “Ecobubble”, “Addwash” y con función “Smart check” en su “Tambor de diamante”. Quedé estupefacto y comencé a preguntarme si alguna de ellas simplemente lavaba la ropa. Ninguna tenía la etiqueta “Lava la ropa” así que pregunté en el mostrador.  El empleado me habló bien de todas ellas,  -Le darán un buen servicio, aseguraba. Me explicó en cuestión de segundos todas aquellas propiedades, no me dio tiempo a escuchar nada pues parecía que estaba dando un temario ante un tribunal. Inmediatamente se interesó por mi número de cuenta. Desistí de entrar en profundidades y opté por una que cumpliera bien con el lavado y la centrifugación que me tenía muy preocupado. Nunca pensé que la centrifugación de una lavadora me iba a producir tanta incertidumbre y me contuve de preguntar si el aparato acostumbraba a salir de noche o pedir libres los domingos.  Creo que compré bien, la nueva adquisición musita alegremente cuando acaba el programa de lavado y tiene una pantalla muy graciosa que me deja elegir las revoluciones y me ofrece “Cuidado infantil”; una pena que en casa ya no haya niños, tengo verdadera curiosidad por saber en qué consiste esa función.
Aproveché mi visita al gran supermercado para mirar también por una batidora. Cuando las tuve delante observé que estaban todas en promoción 3x2. Me conté los brazos y me pareció una oferta absurda, ¿quién puede necesitar tres batidoras? El caso es que pensando bien la oferta consideré mirar mi agenda de teléfono y llamar a algunos conocidos con la excusa de felicitarles el año nuevo y de paso dejar caer si andaban necesitados de una batidora nueva y así disfrutar juntos de la oferta. Me sentí tan incomprendido que cogí una de esas de toda la vida que ya saben cómo te gusta la mayonesa y empujé mi carro con orgullo hacia adelante. De reojo vi un aspirador robot con “Navegación inteligente” y aceleré el paso como alma que lleva al diablo.
Continué mi travesía por un amplio pasillo plagado de carteles y reclamos que parecían tentáculos de los que resultaba muy difícil escapar. Busqué la perfumería para cumplir con un detalle que tenía pendiente. Una vez allí traté de aligerar la compra y busqué por mi mismo entre cientos de perfumes con nombre de famosos. ¿Será que huelen mejor que el resto de los mortales?, me pregunté. No encontraba el que quería y pregunté por él. Nadie sabía nada de aquel perfume. Las chicas de la sección se miraban entre ellas y me sugirieron que buscara entre los recambios de automóvil. Lo intenté por todos los medios, incluso lo pronuncié con acento francés dando por hecho que esa era la clave del malentendido, pero nada. Debería estar más atento cuando salen los anuncios en televisión y volver sabiendo decir como dios manda “Jadore”.
Arrastré pesaroso el carro y continué. Me di cuenta que tenía tendencia de izquierdas y se dirigía él solo hacia ciertos productos de ese lado del pasillo, pero no quise cambiarlo por otro no vaya a ser que lo que estuviera inclinado fuera el centro comercial entero. Ya me ocurrió una vez con una reclamación en el aeropuerto de Málaga y entonces el contratista de la escalera mecánica que no daba con la avería atribuyó ese defecto a la obra general, -El aeropuerto está torcido- me dijo mientras recogía sus herramientas.  Mi desconocimiento en el cálculo de estructuras me hizo ser prudente en este sentido y seguí tirando del carro con la pesada compra y sus tendencias progresistas.

Una vez alcanzada la zona de los comestibles me dirigí hacia las conservas. Yo sólo quería un poco de bonito en aceite y aquello  fue un nuevo quebradero de cabeza. Nunca pensé que pudiera estar veinte minutos para elegir un frasco de bonito del norte. Nada más entrar en el pasillo de las conservas se me vino encima el expositor de una nueva marca que aseguraba que era un producto “sin mercurio”. Mientras observaba aquellos apetitosos lomos bañados en aceite me preguntaba si acaso todos los demás lo llevaban y me sentía un imbécil por haber estado toda la vida sin fijarme en ese ingrediente letal que llevaba años envenenándome. Ya decía yo…. Me dije a mi mismo al tiempo que por fin esclarecía el motivo de todas mis dolencias articulares. Observé otros frascos tratando de localizar las bolitas de mercurio nadando entre las lascas pero parece que las disimulaban muy bien y comencé a sentir escalofríos. Opté por dejar el frasco para otro día, mi cabeza no daba mucho más de sí. Cogí varias cosas más sin querer leer etiquetas ni saber nada de las ofertas ni si aquello para los espaguetis era tomate o escalibada. Con un último esfuerzo me lancé a encontrar la salida.
La tarde ya se había esfumado y el hipermercado estaba repleto de gente. Observé que muchos vagaban sin llevar ningún producto encima y que otros merendaban clandestinamente en las esquinas. Familias al completo, grupos de escolares, coloquio-presentación del jamón ibérico para extranjeros, encuestas a pie de pescadería, cata de sopa de pez limón con cilantro y máquinas parlantes que te enseñaban a utilizar una bayeta en ocho pasos. En poco tiempo se hizo dificultoso circular con el dichoso carro y el ambiente era irrespirable. Cuando aboné la cuenta la cajera me dijo si quería los puntos para la promoción “Construye tu propio retrete” y creí morir. Decidí dar por terminada la jornada y refugiarme en mi casa, estaba  exhausto. Ya no recordaba ni cuando me entregarían la lavadora ni quise volver a preguntarlo. Subí la compra y me tumbé en el sofá a la espera de que dieran de nuevo el dichoso anuncio del perfume.
                                                                           Juan Bosco García Lozano

CANTO I - LA DIVINA COMEDIA - DANTE