EL COMANDO ESLAVO


EL COMANDO ESLAVO.


A menudo me ocurre que al escuchar ciertos idiomas extranjeros que no comprendo en absoluto trato de adivinar el curso y contenido de la conversación y se despierta en mi un inevitable instinto sospechoso. En realidad esto me sucede cada vez con mayor frecuencia y no sé muy bien si es porque me estoy convirtiendo en un paranoico lingüístico o en un simple suspicaz de tres al cuarto. El caso es que en mi particular cosmogonía llego a la conclusión de que tal vez en el futuro esta costumbre se convierta en materia de estudio y vincule la filología con la psiquiatría. Solo de pensarlo ya me veo sentado en un estrado siendo el objeto de observación de científicos que tratan de resolver este “neotranstorno” para presentárselo prudentemente al mundo exterior y encontrar el modo en que me pueda relacionar con otros individuos semejantes sin alterar la serenidad ajena.

Recuerdo no hace mucho, una tarde en el trabajo del Mercado Gastronómico, que mi nueva vecina del puesto vegano comenzó una conversación con uno de sus jefes. Nos separaba una simple cortina de brezo y parecía tenerlos a mi lado. Ambos hablaban con vehemencia en una lengua indoeuropea que no pude concretar. Me dejé llevar por su fonética y entonación y comencé a componer una historia sobre lo que escuchaba.  En pocos minutos, la dureza de aquel lenguaje me disuadió de la posibilidad de que hablaran de cualquier asunto relacionado con el mundo vegetal  y me trasladó a la inequívoca conclusión de que estaban preparando algún acto de sabotaje con tintes poco menos que terroristas. Por lo que conocía de ellos no eran de sospechar, buena gente trabajadora, inmigrantes con un duro pasado bélico en su infancia y sin más objetivo que vivir en paz en un país que les ofreciera una nueva oportunidad. Sin embargo  y una vez metido en el embrollo, concluí que aquellas miradas y conversaciones tan abruptas no podían desembocar en ninguna otra posibilidad. Mi imaginario íntimo se había puesto en marcha y ya nada podía detenerlo. Por momentos yo mismo trataba de disuadirme con convicciones razonables y evaluando una posible sobreexposición a películas de serie b que había consumido para combatir el insomnio durante las últimas semanas. Mi mente se encontraba en un vaivén de posibilidades que me absorbían por completo.

La cosa se hizo aún más preocupante cuando comencé a escuchar un ruido fortísimo y percutor que provenía del otro lado del brezo. Una máquina infernal se había puesto en marcha y yo ya daba casi todo por perdido. Mi capacidad de desarrollar espontáneamente la clarividencia me bloqueaba al verme inmerso en una acción que se alejaba de mi control. El comando eslavo se había puesto manos a la obra, ya había comenzado las perforaciones y yo era una minúscula presencia que no tardaría en salir volando por los aires.

Opté por consultar el libro de Riesgos Laborales o por preguntar abiertamente, cual héroe profesional, qué era lo que estaba ocurriendo allí al lado. Afortunadamente me decidí por lo segundo. Introduje un dedo entre las hebras del brezo y forcé una pequeña ventanilla desde la que llamé a mi vecina, cuya silueta para entonces vibraba en un rincón atenazando una máquina enloquecida. Le llamé dos o tres veces hasta que pudo escucharme y el estruendo cesó devolviendo al mercado su estado natural. ¿Estás buscando petróleo? – le dije. Juliana, desplegó una amplia sonrisa y comenzó a reírse a carcajadas. Yo también lo hice, sin saber si mi risa provenía del pavor o de mi insensata visión de lo sucedido. – ¡Robot de cocina roto, mi jefe no compra nuevo!

                                                                                    Juan Bosco García Lozano

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