ECOS DE SOCIEDAD


ECOS DE SOCIEDAD


El otro día me sorprendí abriendo una ventana para respirar aire fresco al mismo tiempo que encendía un pitillo. Inhalé y exhalé ambas cosas a la vez y solamente llegué a la conclusión de que parecía que estaba fumando un mentolado. Por lo visto, el aire fresco y seco de Bilbao no combina bien con el humo americano.  Miré hacia delante y me fijé en la estantería del tipo que vive enfrente de mi casa. No sé por qué motivo me fijo en esa estantería llena de libros todos los años cuando vuelvo a casa de mi madre por Navidad, el caso es que sigue sin organizarla. Sus libros y carpetas, de gran volumen, están todos inclinados y cada estante tiene distinta dirección, unos se inclinan hacia la derecha y los otros hacia la izquierda. A mi me da la sensación de que contienen una poco apasionada colección de libros y apuntes de marinería pero vete a saber, tal  vez son los libros mayores de algún negocio que le trae de cabeza.  Traté de encontrarle un sentido y fue inútil. Cuando la instaló no debió tener en cuenta que sus libros eran demasiado altos para la distancia de las baldas, o tal vez  cambió de facultad a mitad de carrera o lo hizo a propósito pensando en el entretenimiento de su vecino cotilla.

Al anochecer salí a la terraza y observé a su mujer, aunque no sé bien por qué creo que es su mujer, en la cocina. Era ostensible que cocinaba con cierta rutina y desgana. Ponía tan poca pasión que si le hubiera podido cambiar alguno de los ingredientes sin que se diera cuenta estoy seguro que le hubiese salido la misma receta, un plato triste y rutinario para que lo ingiera el de las baldas torcidas. No era emoción precisamente lo que flotaba en el ambiente, y mientras cocinaba parecía hablar sola, movía los labios. Seguí con la mirada la línea ferroviaria de las ventanas de su  piso y no le hallé interlocutor. Probablemente hablara sola o con el huevo batido; que si ya le urgía la cera, que si duele, que si tal, que si fulanita me ha llamado, que si estoy hasta el coño de preparar la cena y cosas así. El caso es que seguía hablando y allí la dejé.

De madrugada me desperté de súbito, como viene siendo habitual. De tanto escuchar programas deportivos antes de dormir, mi descanso también se ha programado en primer y segundo tiempo. Incluso a veces cuando voy al baño durante la noche creo que estoy en el vestuario.  Al otro lado de mis sentidos permanecía fielmente encendida mi radio. Una señora llamaba a la emisora para hablar de la “novísima cocina”, la más vanguardista.  -¿Y cómo es eso?, Le inquirió el locutor.  Pues bien, explicaba, había comprado una merluza para hacerla en salsa verde, -con sus almejitas, ya sabe usted-, y al ponerse a ello comprobó que le sobraban las almejas, el perejil y los espárragos porque la merluza lo traía ya todo incorporado en sus entrañas. Cuando llevaba cocinando un rato se vio ante un plato rompedor para el siglo que acababa de comenzar, allí en la cazuela se repartían los jugosos y nacarados lomos del pescado con los anisakis, los micro plásticos multicolores y un postureo de anzuelos y algas de aderezo que había tragado el pobre animal, así que apenas había espacio para el resto de la companga. La receta resultó un éxito al fin y al cabo, los comensales venían del interior y les pareció muy  ecorazonable  y contingente el acabado. Al fin y al cabo hay que ir acostumbrando nuestra genética al porvenir del hábitat que nos rodea, -si no, fíjate, nuestros descendientes no estarán preparados para los que les viene por tierra, mar y aire-  aseguraba que dijo uno de los invitados.

Pensé en llevarle la receta a mi vecina a la mañana siguiente. Me pareció una idea excitante y me desvelé. Bebí un vaso de agua junto a la ventana y volví a levantar la mirada. A lo lejos, sobre su edificio, se veía una de esas lunas extraordinarias que se anuncian cada dos décadas y sin embargo las vemos cada tres meses. Habría que revisar estas cadencias y volver a fechar todo de nuevo. La Historia no cabe ya en los periodos asignados, se sale por arriba y por abajo, se desborda por los costados y la tabla del tiempo que pretendemos que la sujete se parece a los estantes de mi vecino.  No supe bien si era cosa de mi estado hipnagógico o qué  pero me sorprendí filosofando con un vaso vacío en la mano y la noche cerrada frente a mis ojos. Pensé en mi vecina, en su cara de estupefacción cuando le explicara todo esto en la puerta de su casa y en su mano tanteando a escondidas sobre el aparador del vestíbulo para encontrar algún objeto con el que golpear a ese individuo que se había presentado en su casa con la novísima receta de la Merluza al Tercer Milenio. Y es que ya no se estilan los vecinos con pucheros ni el tráfico de recetas dictadas a todo correr por el hueco de la escalera.

Decidí acostarme de nuevo, para dar una prórroga a mi sueño y una tregua a mis cavilaciones. Aquella mujer no tenía la culpa de tener un vecino invasivo así que desistí de la idea y acepté que al menos por un año más volvería a verla cocinando con desdén y a su marido con los estantes despeinados como un campo de trigo enloquecido. Cerré los ojos e imaginé una bañera llena de agua caliente en la que me sumergía lenta y plácidamente. Me dejé abrazar por el hidrógeno y el oxígeno en estado líquido y al borde del sueño tuve ese último instante de conciencia necesario para quitar el tapón y todo se desvaneció por el desagüe.

                                                                                JUAN BOSCO GARCÍA LOZANO

Comentarios

  1. Hola, Juan . Hago este comentario desde tu blog.

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  2. Que bueno... ¿y no te dan ganas de ir a casa de tu vecina ( la que habla sola) pero no para darle una receta sino para ordenarle la estantería al marido?, a lo mejor así tenías un sueño más reparador jejeje...
    Yo no soportaría esa visión, correría las cortinas jajajaja.

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