MÁS ALLÁ DEL ENTENDIMIENTO

 



                                                                                        


MÁS ALLÁ DEL ENTENDIMIENTO                                             

Me descalcé antes de entrar. En el umbral del Gran Palacio, el monje sonrió con un gesto amable hacia mis pies para agradecerme que en ese punto me hubiera quitado el calzado, era una deferencia de respeto que debía mantener hasta que concluyera la visita. Asentí con otra sonrisa y guardé mis zapatillas. Me acompañaba siempre una pequeña mochila donde llevaba la cámara, documentación, el cuaderno de notas y un par de planos de la ciudad junto con la guía Baedeker repleta de señalizadores. Aun en mi impronta de turista occidental trataba en todo momento de dignificar mi apariencia con rasgos y conductas de viajero en el fascinante país de las sonrisas. Cuando alcé la mirada observé las hojas abiertas de la puerta que daba acceso al recinto sagrado. La entrada al templo estaba flanqueada por dos figuras de guerreros, su insondable mirada garantizaba el respeto necesario entre los visitantes y parecía provenir de un lugar muy lejano, tal vez un punto imaginario donde comenzaban todos los amaneceres del mundo. Un poco más allá, el ir y venir de los hábitos de los monjes dotaba de tonos anaranjados los accesos al recinto resaltando aún más la precaria indumentaria de los turistas que en ocasiones rozaba una falta de respeto.  Una humedad sofocante llenaba el espacio mientras la potente luz de sol oriental cruzaba la estancia en haces de claridad oblicua. Las siluetas se hacían cada vez más pequeñas hasta perderse en el fondo de las galerías. Me sentía como un único hombre inmerso en los confines de un punto cardinal y sin embargo no era más que un desconocido entre decenas de desconocidos.


Me encontraba en tránsito en Bangkok después de haber visitado Aman y Petra, en Jordania. Había contratado desde Bilbao una sugerente conexión de vuelos que reproducía en la estratosfera la antigua ruta comercial de la seda.  Posteriormente continuaría con sus escalas en Yakarta y Denpasar desde donde tenía previsto desplazarme por tierra a las extensas bahías de Kuta y establecerme allí durante tres semanas para explorar la isla de Bali. De paso, con el mismo ímpetu, trataría de recorrerme también a mí mismo. Ya intuía entonces que todo aquello era en realidad un episodio más de mi inquietud por comprender el mundo y buscar respuestas que inmediatamente traerían más preguntas y después, el inevitable viceversa que con el que uno va por la vida. Era el ejercicio deliberado de un aprendizaje, acercarme a esos ríos de instrucción del viaje dentro de uno mismo. Una ocasión singular para poner a prueba mis sentidos ante los encuentros que en forma de personas y lugares imprevistos iba proponiéndome la vida. 


Durante los días que duró mi viaje procuraba levantarme temprano para evitar las grandes aglomeraciones de las horas centrales del día. Desayunaba con apetito y a medida que iba repasando los afanes de las etapas me aseaba y vestía de manera cómoda. Después me lanzaba al exterior con ese extraño placer que produce salir de tu zona de seguridad para irrumpir en lo desconocido. Cuando cerraba las jornadas, ya en mis horas de descanso en el hotel, repasaba mis notas y echaba un último vistazo a la mochila que dejaba lista para la mañana siguiente con un boceto de las rutas, mis accesorios y algo de fruta. Mi sueño entonces era reparador y profundo mecido en el vaivén de las circunstancias azules del inmenso océano Índico que me rodeaba.  


Ocurrieron muchas cosas durante aquel viaje pero un hecho acaecido en mi presente ha despertado un suceso adormecido en mi memoria. Aquella madrugada, como era mi costumbre, dediqué los primeros minutos del día a zambullirme entre la gente y la vida que recorrían la ciudad, me encontraba sumido en Bangkok. Me dirigí a una arteria principal próxima al hotel y tomé un tuktuk que me acercaría a la estación embarcadero donde tomar después una barcaza a través del rio Chao Phraya y alcanzar así el muelle de Thai Thien. Una vez allí llegaría en unos minutos caminando al templo budista de Wat Pho donde podría contemplar el buda reclinado y más tarde, si quedaba tiempo, adentrarme en el Palacio Real. El tráfico rodado y fluvial de la palpitante ciudad cosmopolita era un caos establecido e irremediable. A medida que me iba desplazando en su interior me sentía inmerso en la entropía de calles,  sentidos y edificios que componen la vertiginosa ciudad. Era, en definitiva, otra bella mañana que invitaba de nuevo a que el azar dispusiera de mí.


Cuando llegué al templo, revisé de nuevo el plano y me dirigí un poco a tientas a la entrada donde se encontraba ya una multitud expectante haciendo gala del defecto original de los ruidosos turistas que quiebran los silencios donde quiera que los encuentren. Sondeé con la mirada el espacio y  resolví  la dirección que debía seguir para no perderme entre aquel laberinto de caminos, pagodas y paneles narrativos que te acompañan al altar principal. Entre las siluetas de la gente, entre el ir y venir de todo, distinguí a otra viajera solitaria que parecía desorientada en el torbellino de los vestigios del pasado que nos envolvían. Su silueta menuda, su forma de mirar las cosas sin fijarse demasiado en ninguna de ellas le daban una apariencia distraída como si su propia vida interior no le permitiera centrarse en el entorno que presenciaba. Había algo en su forma de ser que la sustraía del tiempo presente, un anonimato esencial que la hacía atractiva.  Pensé en trabar conversación con ella pero todo quedó en un breviario de intención; tal vez nos conocimos en otro plano del tiempo y la ocasión se acabó perdiendo entre los vectores invisibles del destino. 


Poco a poco fue terminando aquella visita y mis pensamientos quedaron atrapados entre aquellas inscripciones, ofrendas y coberturas de oro. No resultaba fácil reincorporarse de inmediato a la vorágine de la gran ciudad y opté por sentarme en un pequeño banco de piedra para observar el palacio desde la distancia. Todo había transcurrido como un tangencial contacto con la doctrina filosófica y espiritual del budismo que ya ocupaba destacados renglones entre las numerosas notas de mi libreta. La impresionante figura del príncipe hindú representaba de una manera ostentosa el tránsito del dios desde la muerte al nirvana y resultaba inquietante saber que el recinto se edificó después de construirla para albergarlo y venerarlo. Para ellos, los budistas, millones de personas tan ajenas a mí como lo podía ser una estrella, el buda reclinado es considerado un reposo en el tiempo, una transición ejemplar en la que encuentran sentido a su propia existencia.


Fue entonces cuando a escasos metros del banco donde me hallaba distinguí a un hombre que se acompañaba de una jaula de pajarillos. A medida que daba mis pasos hacia donde se encontraban creció en mí una ligera inquietud ya que el anciano se comportaba como si me estuviera esperando. En un inglés salpicado de tics y monotonía daba cuenta  del milagro que estaba a punto de suceder pues afirmaba que aquellos eran los pájaros del destino y que por unas monedas a penas sin valor podría liberarlos de su cautiverio. Ingenuo de mí, por algún motivo que desconozco pensé que aquello era posible y arrojé unos bahts en la cestilla. Abrí la portezuela de la jaula y de allí surgió un bello animal que desplegó sus alas y comenzó a revolotear alegremente entre las primeras corrientes de aire que refrescaban la plaza tranquila. El sol de la tarde, ya tendido ligeramente hacia el oeste, resaltaba la armonía de los tonos verdes y marrones de su rubio plumaje sobrevolando las afiladas agujas de las estupas. Lo observé durante unos instantes que parecieron una pequeña eternidad, casi llegué a creer que desde lo alto el pequeño monarca correspondía alegremente a mi conducta.


Aquella coincidencia de los dos hubiera sido algo extraordinario para revivir a lo largo de los años con una simple mirada al horizonte pero de pronto el pajarito descendió y retornó voluntariamente al interior de  su jaula por la misma puerta por la que había salido. Quedé paralizado viendo que se acomodaba de nuevo entre los alambres, no comprendí su actitud. El hombre que recontaba las monedas había observado todo sin inmutarse, como un testigo omnisciente y satisfecho. Inclinó su cabeza sobre el iluso visitante y  susurró a mi oído… Algo habrá más allá del entendimiento.

 

Juan Bosco García Lozano

Abril / Mayo 2024

(Foto: Albarrán-Cabrera)



Comentarios

  1. Es precioso Juan, estaba tan a gusto leyéndote que se me ha hecho corto.
    Debes saber que entre mis lecturas favoritas están las situadas en Oriente (de ahí que lea tanto a Pearl S. Buck) y también del Continente africano, del que tengo algunos libros geniales.
    Me ha sorprendido el cambio de estilo con el que has retomado tu blog, te felicito, me ha encantado.
    Un saludo.

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    Respuestas
    1. Gracias, Carmen. Me alegra que te haya gustado. Sí que he cambiado el tono, las cosas publicadas hasta ahora eran más ligeras con una vis cómica que pretendía provocar alguna sonrisa (no voy a decir carcajada que suena pretencioso, tú sabe...) Así que tu comentario no puede ser más acertado.

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