EL ROSCÓN
A los pocos meses de haber comenzado el romance con la que
después sería mi mujer, fui invitado a almorzar en casa de sus padres. Era mi
primera vez en la casa de su familia y de forma simultánea me enfrentaba a sentarme
a una mesa con sus padres, sus seis hermanos, parejas, abuela, tíos y sobrinos.
Preparé mi visita y días antes de aquel seis de enero encargué un magnífico
roscón de Reyes en la mejor pastelería de Bilbao, cuya entrega debería preceder
a mi llegada y de ese modo apuntalar un poco las expectativas que yo pensaba
que pudieran tener hacia el pretendiente. Lo dejé pagado y me aseguré de que lo
entregaran en el día y la hora pactados, así todo sería más fácil, especulé en
mi interior. Uno nunca entra dos veces por primera vez en la profundidad de la familia
política y suele ser conveniente que lo anteceda un mínimo detalle que acompañe
el episodio para siempre. Y así fue.
Llegó el día del almuerzo y nos presentamos en la casa con la
antelación necesaria para los protocolos. Todo fue muy cordial, los saludos,
las presentaciones y los habituales temas de conversación mezclados con las
pequeñas pruebas a las que sometían sus hermanos a quién se presentaba como
pretendiente de la joya más preciada de la familia. Yo me movía con la candidez
de quien se siente respaldado por haber llevado a cabo su infalible plan de
cortesía y aquella plácida sensación me proporcionaba cierta seguridad en los
movimientos. En cualquier momento alguien lo traería colación y yo sofocaría un
“faltaría más” que llevaba ya entonado en mi garganta, tanteando al mismo
tiempo el nudo de mi corbata y sintiéndome gratamente correspondido por todos
ellos y por mi propia eficacia. Pero
pasaban los minutos y ya entre plato y plato y entre directas e indirectas allí
nadie decía nada de mi rosco. Aproveché un momento de tumulto en el ir y venir
de platos de la cocina al comedor para susurrar al oído de mi entonces entusiasmada
novia:
- ¿No te ha dicho tu madre nada de que hayan traído algún
postre?
– No, ¿por? -Contestó mientras ambos manteníamos una nerviosa
sonrisa.
Ni siquiera ella lo sabía, era una pequeña sorpresa que
esperaba que la hubiera agradado al descubrirla. Entonces preguntó a su madre por
aquello y esta quedó pensativa creando un momento de expectación general y
respondió:
-Sí, ha venido un muchacho esta mañana y ha traído un encargo
a nombre de la familia y cuando le he dado las gracias y un pequeño aguinaldo
me ha contestado, no, señora, son cuatrocientas pesetas! Y nada, le he pagado
porque precisamente hoy no estaba muy segura de que mi postre fuera suficiente
y me venía muy bien un roscón de Reyes.
Ni que decir tiene que aquello pasó a los anales de la
familia con la misma perpetuidad que si la hubiera tallado un marmolista. El
muchacho de la pastelería no comprobó el pago previo de mi encargo y se lo
cobró de nuevo a quien iba a ser mi suegra durante veinte años y en el momento
en que estaba rodeada de sus hijos, que iban a ser mis cuñados por otros
tantos. Y así fue como inauguré mi propio jardín de las delicias y recibí el
apodo de Juan Bosco “el del rosco” por parte de mi suegro, que se ocupó de mantener
fluido un recíproco canal de socarronería con su yerno hasta que decidió
concederme el indulto muchos años después de haberme concedido la mano de su
hija.
Desde entonces, cada vez que veo un roscón con esas horribles
frutas escarchadas, me veo reflejado en ellas como el daguerrotipo de mi torpe
arrogancia y lo que menos me importa es que me toque el haba. Te tocará
pagarla, suelen decirte, pero no hay roscón en ningún domicilio que no se haya
pagado antes, ¿o sí?
Juan Bosco García Lozano
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