JUANI B. V.
A Juani B. V. se puede llegar por diferentes caminos, el de
la civilización, el de la ciencia y el de la predestinación. El resto de
tentativas las va descartando ella misma con la sutileza que tienen las hayas
al desprenderse de sus hojas y dejarlas caer sobre el contorno de su sombra. No
es una mujer corriente aunque lo parezca, ni afortunadamente alguien a quien
uno pueda llegar a acostumbrarse. La naturaleza le asignó un bellísimo cuerpo
pero equivocó el destinatario y en las ligeras arrugas que subrayan hoy su
mirada se aprecia la condescendencia de un ser que procede de un mundo raro.
Nos conocemos desde la infancia y desde entonces nuestra amistad
se ha ido ajustando a las circunstancias de cada uno. Hubo algo en ese
principio que tienen los primeros días de fiesta sobre los parques de ciudad que
nos unió para siempre. Quizá fueron los barcos sobre el estanque o tal vez la impaciencia
inherente de butaca con butaca en los cines de reestreno, el caso es que en lo
sucesivo mantuvimos vivo a través de los años un tráfico cruzado de confidencias
y descubrimientos que aún perdura.
De vez en cuando nos llamamos y paso a buscarla. En el camino
a su casa las calles y las plazas adquieren esas dimensiones distintas que otorga
el anochecer, no es que sean más largas o profundas sino que parecen entrar en
otra dimensión de espacio y tiempo, y la ciudad matinal, tan burocrática y
apresurada, se vuelve a esas horas una ciudad distinta, más culta y atractiva,
y provee a la gente y a las cosas de otras cualidades bajo las farolas. Juani me
invita a verla vestirse despacio y a cerrarle la cremallera de su vestido
mientras sujeta su melena alzando un brazo ligero como una llama que parece
trazado por un calígrafo, saborea el elegante paso de su vestido por la cadera
y sonríe a la mirada que le devuelven los espejos. Para verse las uñas recién
pintadas levanta un poco la cabeza y desliza una mirada oblicua sobre el dorsal
extendido de su mano, comprueba las cutículas y la impecable estética de su
esmalte y entonces interrumpe la conversación por un breve instante como en un
silencio musical porque esa herencia de los gestos le devuelve la compañía de
su madre. Tiene en el tocador un camafeo que mantiene siempre abierto sobre un
lecho de brotes de lavanda y en él se encuentra la única fotografía que
conserva de las dos juntas. Suspira y le deja una respuesta, la misma que le
daba en su juventud cuando los torrenciales consejos de su madre apuraban las
horas previas a salir de noche. No te preocupes, mamá.
Para leer a Juani, para llevarla bordada a tu lado y
deleitarte de su lúcida actitud ante la vida, hay que haberse visto reflejado
antes en el agua escarlata de sus palanganas y haber sofocado su cuerpo
arrinconado por el desasosiego de sus soledades intempestivas. Para que Juani
fuera posible hicieron falta muchos suspiros en salas de hospital y sobre todo
su determinación ante el cambio de rumbo en su vida, cuando decidió, en ciernes
de un destino que no deseaba, que el veredicto sobre su futuro lo debería guiar
un cirujano y no la receta de un psiquiatra. Nunca ignoré los recados de su voz
temblando en mi auricular ni ella ha querido olvidarlo. Ahora que la vida le ha
correspondido con su parcela de paz interior y éxito profesional, se muestra
generosa y reparte su alegría con quienes siempre estuvimos a su lado.
En alguna de esas tardes que quedamos para conversar le
confesé que al hacer el pedido al camarero estuve a punto de pedir tres
consumiciones en vez de dos y ella comenzó a reír. Sabía que me entendía y
liberó su risa de aquella forma tan natural que parecía que se reía en un
idioma primaveral y silvestre. No, él ya
no está conmigo, me revelaba con mucha paz. Reservaba con generosidad esos
gestos de sobremesa para los amigos más cercanos y siempre había un suave
brindis al final de los encuentros que preludiaba el placentero camino de
regreso a nuestros portales. Tal vez porque nunca hemos tenido nada sexual
entre nosotros siempre la consideré un lugar ideal donde almacenar los bocetos
de la vida que no llegué a alcanzar, ambos aprovechamos la benevolencia mutua para
hacer inventario de nuestros sueños en el velo expiatorio de la mirada del otro.
De vez en cuando ella también viene en mi rescate y cuando pasa por mi casa me
deja deliciosas muestras de su repostería y me sugiere que le deje ver los
árboles estructurales y las tramas de mis relatos. Se sienta en mi escritorio y
enciende uno de mis pitillos, delicadamente hace suya mi vida en un instante y llena
el aire con patrones de un humo como de plata pareciendo que la luz de mi flexo
la hubiera colocado un director de fotografía. Ves, se parecen, afirma, y
subraya con su lápiz de labios los párrafos que más le agradan. Tú buscas
comprender tu vida a través de la inmersión en la memoria y buceas en las mareas
de tus recuerdos, yo quise encontrar mi galería sumergida bajo del aparente
orden de mis cosas y así poder reconocerme a mí misma.
Nos vemos muy de vez en cuando porque la vida y el mar acaban
por alejar los barcos por mucho que procedan del mismo astillero pero
mantenemos la luz de nuestros faros encendida y nos reconocemos a cualquier distancia.
A menudo nos contamos nuestras expediciones por ese mundo incógnito del amor
y la seducción e incluso nos recomendamos con una gracia espontánea la forma de
evitar encuentros no deseados de la forma más disparatada posible; es nuestra
forma de arañar la atmósfera de los bares acompañados de carcajadas y buen
vino. Ahora, durante las cenas que compartimos nos contamos también lo que nos
prohíben los médicos y lo poco o mucho que falta para que yo me decida a
publicar alguno de mis escritos. Si por un momento descuido la mirada más allá
de su silueta y me pierdo… y la animada charla parece detenerse, ella infiltra
un lapicero entre mis cubiertos y se disculpa un momento para ir al lavabo
dejando sobre el mantel la alegre milicia de darme ese instante que necesito
cuando en mi cabeza anda repicando el pájaro imprevisible de la idea.
La última vez que la vi le pedí que me hablara una vez más de
los límites de nuestra lógica y de la increíble Paradoja de Teseo. Yo no
alcanzo mucho más en la comprensión de un mundo tan desmesurado pero al
escucharla hago un ejercicio mental que amplía la horma de mi imaginación y sé
que esto me conviene y tomo notas al abrigo de su conversación y su presencia.
Mientras tanto hago acopio de sus gestos y del milagro del compromiso que obtuvo
con ella misma. Un día te escribiré algo que realmente merezca la pena y creeré
que te hago inmortal entre mis historias, le dije. Era mi forma de corresponder
su evidente comprensión y paciencia con mis interminables borradores. Cuando
terminó de relatarme todo aquello quiso dejar un sabor divertido antes de
nuestra despedida. Juani siempre tiene alguna anécdota para alumbrar mi
inspiración.
Hacía tan solo unos días había aceptado la invitación a cenar
de un tipo que parecía interesante y que luego resultó ser un simplón que le
había pretendido porque según le dijo tenía la carrocería más despampanante que
había podido salir de una cadena de montaje. Me armé de valor Juan, le fui dosificando la realidad de su codiciada
pieza y le confesé que soy una mujer transexual. El muchacho enmudeció y
extravió su cuchara en el merengue de su paulova de higos y frambuesas, pasó su
dedo índice por el almidonado cuello de su camisa y por un momento pareció
encajar el envite. En pocos minutos descubrí que era uno de esos hombres en los
que lo más apasionante que les ha ocurrido se restituye con un Ibuprofeno. Entonces,
continuó, cuando las hadas habían abandonado la velada y la noche se había
convertido en un mero encuentro administrativo me mostró una preocupación
mezquina por saber a qué me dedicaba, con qué medios me ganaba la vida. Muchos
se sorprenden al conocerme por ser transexual, imagínate cuando se enteran de
que soy informática cuántica.
Juan Bosco García Lozano
Enero 2022
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios siempre son bienvenidos.