domingo, 29 de agosto de 2021

LOS VERANEANTES SE QUEJAN

LOS VERANEANTES SE QUEJAN

Hay un rasgo de perplejidad permanente en todos los que vivimos donde otros pasan sus vacaciones. Durante el verano, entendiéndolo como una temporada durante la que la mayoría de las personas disfrutan de sus periodos de descanso laboral, salen a relucir personalidades y perfiles que se han camuflado muy bien durante el resto del año. Los visitantes llegan cargados de maletas, familia e impaciencia. Alguno de ellos con las expectativas demasiado altas y el buen gusto y la armonía deteriorados en las áreas de descanso de las carreteras. Otros con billetes y poco conocimiento y los cada vez más habituales que encuentran la compensación al resto de su vida en el ordinario hábito de acelerar motores que apenas pueden mantener.

Cada vez hay más gente que enardece lo vulgar; lo compartido en grupo cuanto mayor mejor. No confían en lo que les toca vivir si no lo graban y menosprecian lo que acontece y brilla por un instante si llega en un momento que nadie más lo advierte.  En estos tiempos existe una clase de individuos que buscan espacios naturales como el mar o la montaña pero les sobran la arena y las abejas. Lo cierto es que a muchos de los lugares visitados también les sobran los turistas, no hay nada más penoso que ver a un tipo con zapatos blancos asegurarse de la hora en su teléfono bajo el reloj del Papamoscas de la Catedral de Burgos. Pero las cosas están así y van cada vez peor.

En general, a los turistas a tiempo comprimido les desconcierta la capacidad que tienen los lugareños para estropear su propio entorno. No comprenden que haya una fuente en medio de la plaza de la que no se pueda beber por bluetooth o que el reloj de la iglesia dé solamente las horas y no la saturación de oxígeno en la sangre de cada individuo. Tengo un amigo que se lamentaba mucho de estas observaciones. Lo cierto es que Salvador, así se llama, es un caso aislado de romanticismo. Lleva años tratando de combatir con la mensajería instantánea y la para una vez que se decidió a decirle a su novia que la quería le llevó el Whatsapp en mano junto a una rosa oculta en una guía de Roma y recostado a duras penas en un autobús discrecional desde Santurce a Rincón de la Victoria. Salvador es un tipo de los de antes y lamenta que su novia se molestara por haber llegado cuando ya habían pasado dos días de las fiestas del pueblo y que la flor que acompañaba la guía padeciera de la tortícolis de los girasoles. No se dio ni cuenta de que la rosa marcaba la página en la que estaba la foto de la Fontana de Trevi, me confesó desconsolado al volver del viaje.

A lo largo de estos carísimos días de agosto que parecen salidos del horno de una panificadora industrial, la prensa y la radio han avivado los recuerdos de las escapadas del personal  y recogen las quejas que van dejando a su paso. Una mamá contaba airadamente que había llevado a sus dos pequeños “con toda la ilusión del mundo” a ver los animales de una reserva -ahora llaman así a los zoos de extrarradio- y se consideraba estafada porque los animales estaban tristes. Al parecer uno de sus hijos le reprochó a la salida que las lágrimas de los elefantes le habían estropeado la merienda y decididamente redactó una reclamación por no haber visto sonreír a los paquidermos.  

Las redes sociales no tardaron en divulgar que en la Costa del Sol el personal está indignado porque al mar le ha dado por dejar en la orilla montones de algas “que huelen fatal, como a mar, tú sabes” detallaba un mensaje.  A nada que uno sea un poco observador y vea lo que mira, comprobará que mientras los variopintos clientes se trajinan en las abarrotadas terrazas todo tipo de túnidos, camuflados por la industria como atún rojo de almadraba o bonito del norte, comentan que la gestión de tal ayuntamiento es nefasta porque en el mar hay medusas, como si lo que esperaran de la explotación oceánica fuera que la apaisada llegada de las olas debiera producir un acercamiento de mojitos y filetes empanados a sus toallas bajo el auspicio de calidad y supervisión del concejal de turismo.

En medio de todo aquello se advierte que a estos visitantes de clase veraneante hay detalles que les asombran y asienten entusiasmados mientras fotografían todo lo que tienen alrededor convencidos del asombro posterior de su compañero de oficina o su cuñado. Por momentos se producen situaciones inverosímiles.  Conozco un garito que durante los meses de invierno es un taller ocupacional de artes de pesca y en verano lo convierten en chiringuito con espectáculo. Hacen un arroz tan amarillo que hay turistas que después de engullirlo atraviesan estados transitorios de daltonismo y vuelven a casa sospechando que en vez de llevar a su pareja en el coche han recogido a una autoestopista vietnamita. En días salteados el menú de noche va ambientado con una cantante que cuenta entre canción y canción su trayectoria artística, ella cuenta la verdad con mentiras y cuando habla de su primer disco detalla entusiasmada que fue doble pero oculta que lo fue por cumplir las veces de debut y despedida. El turista habla a gritos y aplaude entusiasmado, se entrega sin dudarlo a este tipo de propuestas estivales sin pararse a pensar si quiera que la cantante mejoraría mucho su entonación si estuviera amordazada.

A Salvador y a mí nos queda el consuelo de saber que hay quien sabe hacer muy bien las cosas y transforman la necedad en estilo. Hace bien poco se dio el caso de que el alcalde de Ribadesella tuvo que advertir a los visitantes sobre las costumbres de la aldea asturiana. Últimamente se acumulaban las quejas en el registro del ayuntamiento y quiso ser honesto el hombre con lo que aquel humilde y bello lugar podía ofrecerles. Aquí accede usted asumiendo los riesgos, proclamaba, el campanario suena regularmente y los gallos cantan temprano. Añadía que los rebaños llevan cencerro y que los tractores que se escuchan en los “praus” trabajan para que no nos falte alimento. Así, advertía, que si no puede soportarlo, tal vez no esté usted en el lugar correcto.

Salvador, que tiene parientes en el norte, añora sin embargo aquél queso de Cabrales que se fermentaba antiguamente entre el estiércol de las vacas y el sabor inconfundible de las angulas que tuvo la ocasión de cenar en mi casa de Bilbao hace ya unos cuantos años. Ya no queda nada de aquello, me dijo al despedirse, ahora las cosas son Denominación de Origen y antes eran de puta madre. Pronto veremos chancletas con borlas y vestidos de noche comprados en las farmacias.

                                                                                    Juan Bosco García Lozano

1 comentario:

  1. Genial 👏🏻👏🏻👏🏻
    Yo estoy de turistas hasta el gorro.
    Pagamos caro vivir en zona de veraneo, pero muy caro.
    Gracias por el humor que le pones a las horribles escenas vacacionales. 😃

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