LOS VERANEANTES SE QUEJAN
Hay un rasgo de perplejidad permanente en todos los que
vivimos donde otros pasan sus vacaciones. Durante el verano, entendiéndolo como
una temporada durante la que la mayoría de las personas disfrutan de sus
periodos de descanso laboral, salen a relucir personalidades y perfiles que se
han camuflado muy bien durante el resto del año. Los visitantes llegan cargados
de maletas, familia e impaciencia. Alguno de ellos con las expectativas
demasiado altas y el buen gusto y la armonía deteriorados en las áreas de
descanso de las carreteras. Otros con billetes y poco conocimiento y los cada
vez más habituales que encuentran la compensación al resto de su vida en el
ordinario hábito de acelerar motores que apenas pueden mantener.
Cada vez hay más gente que enardece lo vulgar; lo compartido
en grupo cuanto mayor mejor. No confían en lo que les toca vivir si no lo
graban y menosprecian lo que acontece y brilla por un instante si llega en un
momento que nadie más lo advierte. En
estos tiempos existe una clase de individuos que buscan espacios naturales como
el mar o la montaña pero les sobran la arena y las abejas. Lo cierto es que a
muchos de los lugares visitados también les sobran los turistas, no hay nada
más penoso que ver a un tipo con zapatos blancos asegurarse de la hora en su
teléfono bajo el reloj del Papamoscas de la Catedral de Burgos. Pero las cosas
están así y van cada vez peor.
En general, a los turistas a tiempo comprimido les
desconcierta la capacidad que tienen los lugareños para estropear su propio
entorno. No comprenden que haya una fuente en medio de la plaza de la que no se
pueda beber por bluetooth o que el reloj de la iglesia dé solamente las horas y
no la saturación de oxígeno en la sangre de cada individuo. Tengo un amigo que
se lamentaba mucho de estas observaciones. Lo cierto es que Salvador, así se
llama, es un caso aislado de romanticismo. Lleva años tratando de combatir con
la mensajería instantánea y la para una vez que se decidió a decirle a su novia
que la quería le llevó el Whatsapp en mano junto a una rosa oculta en una guía
de Roma y recostado a duras penas en un autobús discrecional desde Santurce a
Rincón de la Victoria. Salvador es un tipo de los de antes y lamenta que su
novia se molestara por haber llegado cuando ya habían pasado dos días de las
fiestas del pueblo y que la flor que acompañaba la guía padeciera de la
tortícolis de los girasoles. No se dio ni cuenta de que la rosa marcaba la página
en la que estaba la foto de la Fontana de Trevi, me confesó desconsolado al
volver del viaje.
A lo largo de estos carísimos días de agosto que parecen
salidos del horno de una panificadora industrial, la prensa y la radio han
avivado los recuerdos de las escapadas del personal y recogen las quejas que van dejando a su
paso. Una mamá contaba airadamente que había llevado a sus dos pequeños “con
toda la ilusión del mundo” a ver los animales de una reserva -ahora llaman así
a los zoos de extrarradio- y se consideraba estafada porque los animales
estaban tristes. Al parecer uno de sus hijos le reprochó a la salida que las
lágrimas de los elefantes le habían estropeado la merienda y decididamente
redactó una reclamación por no haber visto sonreír a los paquidermos.
Las redes sociales no tardaron en divulgar que en la Costa del
Sol el personal está indignado porque al mar le ha dado por dejar en la orilla
montones de algas “que huelen fatal, como a mar, tú sabes” detallaba un mensaje.
A nada que uno sea un poco observador y
vea lo que mira, comprobará que mientras los variopintos clientes se trajinan
en las abarrotadas terrazas todo tipo de túnidos, camuflados por la industria
como atún rojo de almadraba o bonito del norte, comentan que la gestión de tal
ayuntamiento es nefasta porque en el mar hay medusas, como si lo que esperaran
de la explotación oceánica fuera que la apaisada llegada de las olas debiera
producir un acercamiento de mojitos y filetes empanados a sus toallas bajo el
auspicio de calidad y supervisión del concejal de turismo.
En medio de todo aquello se advierte que a estos visitantes
de clase veraneante hay detalles que les asombran y asienten entusiasmados
mientras fotografían todo lo que tienen alrededor convencidos del asombro posterior
de su compañero de oficina o su cuñado. Por momentos se producen situaciones
inverosímiles. Conozco un garito que
durante los meses de invierno es un taller ocupacional de artes de pesca y en
verano lo convierten en chiringuito con espectáculo. Hacen un arroz tan
amarillo que hay turistas que después de engullirlo atraviesan estados
transitorios de daltonismo y vuelven a casa sospechando que en vez de llevar a
su pareja en el coche han recogido a una autoestopista vietnamita. En días
salteados el menú de noche va ambientado con una cantante que cuenta entre
canción y canción su trayectoria artística, ella cuenta la verdad con mentiras
y cuando habla de su primer disco detalla entusiasmada que fue doble pero
oculta que lo fue por cumplir las veces de debut y despedida. El turista habla
a gritos y aplaude entusiasmado, se entrega sin dudarlo a este tipo de
propuestas estivales sin pararse a pensar si quiera que la cantante mejoraría
mucho su entonación si estuviera amordazada.
A Salvador y a mí nos queda el consuelo de saber que hay
quien sabe hacer muy bien las cosas y transforman la necedad en estilo. Hace
bien poco se dio el caso de que el alcalde de Ribadesella tuvo que advertir a
los visitantes sobre las costumbres de la aldea asturiana. Últimamente se
acumulaban las quejas en el registro del ayuntamiento y quiso ser honesto el
hombre con lo que aquel humilde y bello lugar podía ofrecerles. Aquí accede
usted asumiendo los riesgos, proclamaba, el campanario suena regularmente y los
gallos cantan temprano. Añadía que los rebaños llevan cencerro y que los
tractores que se escuchan en los “praus” trabajan para que no nos falte
alimento. Así, advertía, que si no puede soportarlo, tal vez no esté usted en
el lugar correcto.
Salvador, que tiene parientes en el norte, añora sin embargo aquél queso de Cabrales que se fermentaba antiguamente entre el estiércol de las vacas y el sabor inconfundible de las angulas que tuvo la ocasión de cenar en mi casa de Bilbao hace ya unos cuantos años. Ya no queda nada de aquello, me dijo al despedirse, ahora las cosas son Denominación de Origen y antes eran de puta madre. Pronto veremos chancletas con borlas y vestidos de noche comprados en las farmacias.
Juan Bosco García Lozano
Genial 👏🏻👏🏻👏🏻
ResponderEliminarYo estoy de turistas hasta el gorro.
Pagamos caro vivir en zona de veraneo, pero muy caro.
Gracias por el humor que le pones a las horribles escenas vacacionales. 😃
He disfrutado mucho con este post, Juan! Salgo un rato de esta jaula tan acogedora en la que me he metido, para volver rauda a seguir leyendo. María FeBo - Intentando salir del anonimato por medio de Google, pero de momento no me sale.
ResponderEliminar¡Gracias, María! Me alegra mucho verte por aquí y sobre todo que lo pases bien con mis escritos, ha sido una gran sorpresa. A ver si consigues abrir sesión la próxima vez para que el blog deje de llamarte "anónima". ¡Un saludo!
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