Durante esas tardes, de un modo casi mágico, se incorporaba al paseo del atardecer la suite número tres de J. S. Bach e inhalaba el aire de su segundo movimiento. No deseaba que en mí entrara otra cosa que no fuera armonía y pensamiento pero era inevitable que mi voluntad desembocara en los arenales que preceden al mar de la memoria. Cuando uno trata de recordar, se tornan débiles las luces que iluminan el camino de regreso. Senderos de frágiles recuerdos, imágenes de placer y dolor como pequeños cristales que deben extraerse de la tierra transitada. Al mirar hacia atrás la geografía se vuelve variable, las colinas parecen alejarse, los ríos se vuelven espejos, los valles modifican su extensión y el horizonte hace que todo parezca inalcanzable. Los pasos parecen inseguros, bajo toda esa arena del pasado quedan los restos de los distintos seres que fui enviando a resolver andanzas; soldados de amor, centinelas, cruzados de pasión, estudiantes, pretendientes, tutores, consejeros, mezquinos, bandoleros que pretendí ser alguna vez. Bajo los estratos de arena después encontramos todo; los casquillos, las espadas y las flores, arqueología emocional de fotografías y papeles embalados para una mudanza, escondidos en maletas y en los libros.
Tal es la consecuencia de cerrar una
etapa pero más fuerte aún es la osadía de los caprichos de mi escritorio que me
impulsa a seguir viviendo, a comenzar de nuevo y dejar atrás los lugares ya
baldíos que deben permanecer mínimamente iluminados para ser solo eso, memoria
y recurso. De otro modo cualquier día encontraré mi pluma adormecida en los
andamios de antiguas caligrafías. Hay que escribir, retumbaba mi conciencia, pues
la vida se consume y es necesario seguir hacia delante para dejar al menos un curioso
testamento de sucesos.
Paseaba desde hacía ya un buen trecho
cuando mis pasos se adentraron en el preludio de la noche, respiré. A medida que me adentraba en la vereda del
jardín se iban ocultando los gorriones y los mirlos más inquietos piaban el
instinto que reúne de nuevo a sus polluelos. Más arriba los cormoranes
emigraban hacia el ocaso buscando el resguardo de su noche. En esa hora tardía
de relente y perfume de azahar que sucede al retirarse la luz, comienzan a
vibrar los arcos espontáneos de las golondrinas. Su vuelo dibuja ágiles arcos
en el aire, trazos de batutas invisibles, mapas a ciegas de las cosas por
descubrir. La naturaleza renueva
incesante sus instrumentos y en la infancia de ese agua que corre por el canalillo
que la lleva hacia el estanque hay un sonido de alabanzas que adormece los
caracoles y las esencias. El camino va
sembrado de rosales e hibiscus adormecidos y las buganvillas asoman por los
muros de gaviones una curiosidad palpitante en sus copos de papel púrpura hacia
el espacio que dejan las efes y las grietas. La piedra se apacienta en su calor
residual de las horas al sol y da cobijo a salamanquesas que reproducen en sus
entrañas el curso de la savia en las acacias.
Yo no entiendo el pentagrama elevado
de las ramas ni discuto el poderoso escudo de los manglares cuando ruge el
temporal, simplemente libero mi presencia ante la evidencia del verano. Mi
asombro constituye el menor de los respetos, la admiración mínima con la que
debe corresponder un extranjero. Nunca supe dónde comenzaba a vibrar esa orquesta
silvestre que todo lo invade en Costalita pero la encontraba siempre y me
conducía hacia la orilla para decirme algo que apenas puedo concretar. Recuerdo con prontitud aquel océano azul
peinado por el viento, invoco su movimiento y surge de la nada aquel paraje
primigenio y la inmediata explosión de vapor en el renovado estreno de los
sentidos. De qué días de mi pasado vendrá el rumor que desprenden hoy las olas,
de qué lugares por los que anduve aún con el perfume amniótico de la infancia,
en qué pradera de juventud vi por primera vez el esplendor de todos esos verdes
que cubrían los límites de mi mirada y me confiaban el bello aprendizaje de los
descubrimientos. Pretendí que fuera Dios aquella abundancia de sentidos y
después supe que eran esporas, crisálidas viajeras, sol, viento, humedad y
tierra que cultivaron mi ser bajo el estruendo que requiere la primera vez que
ves el mundo.
En el breviario de todas estas cosas
me voy perdiendo voluntariamente, de pronto es noche y el contrabajo y los
batracios piden la palabra. Regreso tanteando con los pies el camino que me
devuelve a la casa donde las cosas que parecen esperarme no dan crédito a lo
que digo en mis cuadernos. Me saludan los objetos que coloqué cuidadosamente por
los rincones, inertes presencias que no saben
siquiera si son mías y tarde o temprano serán de quien me postergue o de cualquiera. Al otro lado de las paredes, de los muros,
más allá, sobre el paisaje oriental de la playa, estará surgiendo la luna
escarlata de agosto. Este sábado lentamente se me va, ya no puedo retenerlo más,
enciendo una breve luz que me hace compañía y se estremece el entorno cuando miro
de reojo mi escritorio.
Juan Bosco García Lozano
Creo que es lo más bonito que he leído aquí hasta el momento.
ResponderEliminarUna mezcla de sentimientos y recuerdos, han desembocado en
un relato apasionado y lleno de emociones contenidas.
Te felicito Juan, no dejes de escribir.
Te mando un abrazo
Muy grande…
ResponderEliminarThe writer offers such beauty in his surrounding along with a melancholy sadness that we all experience from time to time. Hugs my friend. I enjoyed reading this.
ResponderEliminarThe writer offers such beauty in his surroundings. But yet, there is also melancholy and sadness. Hugs my friend. I enjoyed reading this.
ResponderEliminar“Llegado el momento de abandonar aquella casa, debería dejarla con las ventanas abiertas” como se quedan todos los paraísos del ayer que hemos ido salvaguardando en la memoria, una memoria tuya que estalla en el papel con la delicadeza de sus cinco sentidos, una memoria que reconozco también como mía en ese imaginario mediterráneo que ambos compartimos.
ResponderEliminarGracias, María Eugenia y enhorabuena por tus recientes éxitos.
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